viernes, 7 de marzo de 2014

DOS CUENTOS: PIEDRA DE SACRIFICIO Y FRAICICO, EL ESCLAVO, SOBRE EL TORO ENSILLADO

                  PIEDRA                     DE SACRIFICIO

Cronwell Jara Jiménez

          Los guerreros enemigos no osan reconocer mi jerarquía, oh Madre Luna, ayúdame.

          Constantemente en sueños revivo todas las batallas; derrotaban nuevamente a mis bravos ejércitos; arranchaban los pescuezos a los heridos, les hundían las agudas jabalinas, les cortaban las lenguas o les despojaban los ojos para negarles la luz; no quedaban heridos, había risa de pitillos y tambores festejando la sangre sobre los lamentos; los capitanes vencedores bebían licor en los cráneos de mis capitanes vencidos y nos otorgaban los más despiadados castigos para escarmiento; deseaban jade, turquesas y los más finos tejidos, y no les dimos; deseaban las más hermosas vírgenes de nuestras hijas, y no les dimos; deseaban algodón azul catil y el pardo, y no los oímos;  soy Yoveraqué, Gran General de Guerreros, el que no se rinde, el que no suplica; ordené defender nuestro pueblo, preferible era morir a recibir la humillación de los impuestos.

Salimos a las dunas, se enfrentaron los ejércitos, fieros rostros con signos geométricos se lanzaron el uno contra el otro; sonaron las porras estrellando petos de escamas de bronce y cráneos con turbantes; impactaron las jabalinas sobre los pequeños escudos de madera forrados con algodón; las finas lanzas apuntaladas con filos de bronce traspasaron pescuezos y vaciaron vientres; baladraron heridas pero rabiosas las trompetas de caracol marino en ambos bandos, y percutían con rumores de huesos triturados los tambores con piel de hombre, por todo lado anunciando la derrota del contrario.

En la primera defensa vencimos y en la segunda también, y era dulce goce el enroscar nuestros brazos y cuellos con las vísceras de los vencidos y el embriagarnos bañándonos con sus sangres para ahuyentar la sed y a los cercanos enemigos; pero a la tercera matanza fue aniquilado el contingente más heroico de nuestro ejército, y en la batalla que continuó hundidos fueron sus cráneos, arranchadas las lenguas y vaciados los ojos de los más viejos; en la última sólo defendían las fronteras de nuestra ciudad pocos guerreros y los cientos de espantadizas mujeres y niños.

Cinco de mis encorajinadas concubinas, entre hermanas y queridas, por protegerme perdieron los blandos pescuezos por los largos cuchillos en las lanzas que nos cercaron, y diez de mis mejores guerreros por escudarme ¾ya deshechos los escudos y desangrados¾, vieron vaciados sus intestinos y tasajeados sus testículos; soy Yoveraqué, Gran General de Guerreros, el que no se rinde, el que no suplica; mi larga porra rajó los cráneos, brazos y muelas de los primeros en osar rozarme, y tuvieron que arrojar las sogas para sujetar mis pies y brazos y lograrme intacto; ya me habían elegido, esta vez no sería la sangre de niña virgen sino la de Yoveraqué, el de la dignidad de un dios, la que gima ante la piedra de sacrificio y salpique ante el altar de la Madre Luna, Madre de la Noche y Progenitora del Alto Señor que Ilumina el Día.

Me despojaron de mis atavíos de guerra en el camino, mis pasos se llenaron de saliva, mofas, música de trompeta y de tamborcillos triunfales; las punta de las lanzas me arreaban como a animal de monte, y tiraban con fuerza de la firme soga que anudaron a mi pescuezo; atadas mis manos a la espalda, fácil presa de humillación fui para las mujeres que me esperaban en los pórticos de ingreso de la ciudadela enemiga; bajo el dintel y los altos torreones, riendo y dando alaridos de fiera, me azotaron con ramas de espinos y provocaron a los osos y pumas domesticados para que me rasgaran a zarpazos.

Gran fiesta había, desde la alta atalaya un guerrero sopló furioso su caracol marino anunciando mi llegada; por las paredes de adobe jubilosos brincaban los niños con máscaras del Dios Gato De Monte y agitaban otros los brazos con largas alas de cóndor; me pasearon por áridas calles en donde el ciego mendigo de frutas ignoraba mi alta dignidad y el aguatero con las calabazas al hombro se negaba a creer que Yoveraqué era un dios que iba al sacrificio.

La vida bullía en una pequeña plaza de alfareras y tejedoras donde entre frutas y aves de corral mis soldados eran vendidos como esclavos; vi, de paso, enormes jaulas y pozas con hombres y mujeres de mi pueblo alimentados para engorde con yuca y camote, hasta llegar a una plaza mayor en cuyo centro me ataron a un poste; ahí en mi entorno se celebró la victoria y bebió licor de maíz por tres días y tres noches, engendraron a diez de mis vírgenes favoritas, pasearon a sus dioses, revolaron multicolores las antorchas en las manos de los acróbatas y hábiles luchadores de espléndidos músculos y movimientos felinos, en mi honor celebraron cuerpo a cuerpo hermosos combates.

El campeón que codiciaba hacerle soltar una lágrima a la más dulce de mis vírgenes y la gloria de verme humillado bajo sus pétreas plantas, oh Suavísima Madre Luna, oh Divina Hacedora del Divino Yoveraqué, el que todo lo puede, el que nunca suplica, aquél indigno mortal compitió conmigo.

La lucha fue cruel y sangrienta; fuimos contra las reglas, urdía él arrancarme los ojos y Yoveraqué arrancharle las muelas; Yoveraqué estaba entrenado para luchar contra pumas y osos, él sólo contra hombres; forcejeamos a muerte hasta que jalándome él del cabello, en raudo giro de cuerpo y nueva llave, crujieron los huesos de su columna y emitió música de tamborcillo la vértebra de su pescuezo quebrado.

Luego fui conducido a uno de los recintos de tu Gran Templo, oh Dulcísima Madre Luna, adonde Yoveraqué, Gran General de Guerreros, el que no se rinde, el que no suplica, fue obligado a ayunar por quince lunas continuas, sostenido sólo por sorbos de sangre de iguana, sin probar ni fruto ni carne hasta lograr la transparencia del espíritu y la pureza de los reptiles.

Pero tú sabes que Yoveraqué, tu casi semejante, oh Purísima Señora Celeste, nunca deseó morir de esta manera; el que no se rinde, pensando en Ti, estas quince noches, el que no suplica, rogándote en quince lunas, a Ti te lo dice cerrando los ojos para no mirarte, ante Ti se ha arrodillado y se aferra ahora que oigo vienen a mi recinto para prepararme; ahora que debilitado mi cuerpo obligado soy a beber los últimos sorbos adormecedores del licor de maíz y vestido soy con túnicas de garza rosada, magníficos collares de jade y turquesas, y transportado ante tu altar pese a mis gritos, oh Madre Luna, oh Espléndida y Divina, ayúdame a no morir; te lo pide el Gran Guerrero Yoveraqué, el que a ningún mortal suplica, el que nunca vertió una lágrima, el de Categoría de Gran Inmortal, el Más Sagrado que fue en su palacio, el Admirado por Divino; no permitas que mi sangre vierta y sea derramada para deleite y complacencia de los mortales.

Que no profanen mi tiempo que es el Tuyo, no consientas que no siga siendo el Admirado, a quien seducen núbiles muchachas, le llueven florecillas de algarrobo y le ensalzan con los mejores himnos, magníficos y sublimes, y que son regocijo y envidia para otros dioses.

He transitado, estoy transitando por oscuras galerías, la del Recinto del Dios de las Cejas Prominentes, la de la Sanguinaria Diosa Felina, cuatro sacerdotes y diez guerreros me orientan hacia las fogatas y antorchas exteriores de tu alta pirámide con jardines de flores perfumadas; me adiestran y rezan en un idioma de pájaros y felinos que no entiendo; pero el más anciano en un soplo mágico me dice algo que ilumina mi oído: “Pic–Cus”, y Yoveraqué no entiende pero le responde aturdido: “¿Vicús? ¿Vicús?”

Haz que caiga una lluvia de arena de oro y ahógalos ahora que me desnudan y tienden sobre la pulida piedra donde me aguarda el gran sacerdote. Yoveraqué soy, Tu Hijo Predilecto, oh Altísima Madre Celeste, el Engendrado de tu Luz y Altura, no me abandones.

El Gran Sacerdote ha alzado ahora el Sagrado Puñal de Obsidiana del Sacrificio, detenlo, transfórmalo en estiércol y muéstrales que poseo la perennidad de los tiempos, los ciclos perfectos de los días y las noches, la Inmortalidad de los Divinos.

Pero me aterro cuando el Gran Sacerdote desciende, chispeante de luz, la traslúcida y filosa piedra. Instante en que un diáfano soplo de luz celeste barre las llamas de las antorchas, paraliza al indigno puñal sin herirme, y se detiene el tiempo. Fina lluvia de oro sé que se cierne sobre el Anciano Sacerdote y su inmóvil puñal y mi gesto congelado en espanto. Sé que transcurren los siglos con sus miles de noches y de lluvias, relámpagos y sequías; hasta que en una alborada de Todos los Santos, iluminadas por tu resplandor, oh Altísima Madre Celestial, oigo voces, y siento que una manos enormes escarbando en la arena de oro y las sombras, nos rescatan a la luz y dialogan:

–Observe, doctor Matos, este espécimen de manufactura tosca, Vicús I, tumba número dieciséis: ¡un guerrero tendido ante un anciano sacerdote, puñal en alto, en actitud de sacrificio! ¡Qué bello ceramio!

      –Sí, y qué gestos, ¡parecieran vivos! ¡Como si acabáramos de despertarlos de un largo sueño!   

FRAICICO, EL ESCLAVO
SOBRE EL TORO ENSILLADO

Ni el diablo tendría tanta astucia ni tanta suerte.

–¡Fraicico! ¡Fraicico! –se oía en la plaza el estruendo de un multitudinario vocerío.

Porque Fraicico, el esclavo, tenía una habilidad única para capear la muerte cada vez que se enfrentaba a un toro. No a un toro cualquiera, al toro de los más salvajes y terribles, de esos que nunca han visto a cristiano y que silban de ira y pifian entre vahos de infierno y parecen injertos con bestia desconocida y demonio; que buscan sólo cornear negros y despanzurrar caballos y ensartar indios beodos entre las afiladas cornamentas, así como a los mastines más retadores y fieros, de aquellos que aman la osadía, y son felices en el reto a muerte con el toro, hasta ser cogido por la punta afilada del asta o destriparlo a colmilladas.

          –¡Fraicico! ¡Fraicico! –el vocerío ebrio hasta el delirio.

          Pero, ¿a quién reclaman? ¿Qué pretenden? ¿Quién era ese Fraicico? ¿Buscando a un diablo para enfrentarse a otro?

          –¡Que salga Fraicico!

          –¡Queremos a Fraicico!

Y el negro odiaba oír esto. Odiaba y temblaba en un miedo sólo suyo. A punto de querer huir de ahí. Pero, ¿cómo?

Tenía los ojos grandes, demasiado grandes como los ojos de un gran pez muerto, era bizco y cojeaba por una vieja cornada; él no había nacido bizco, una de las tantas cornadas le produjo eso. Y también era feo como patada de mula, feo y con la viva expresión y mueca triste, boba, de quien ha visto y padecido el pánico toda su vida.

El toro lo había cogido y revolcado tantas veces cuantas había sobrevivido o salido ileso a todas ellas. Como había sobrevivido a su padre y primo, acróbatas y toreros como él.

En la plaza mayor las palomas todavía revolaban sobre las torres de la catedral; esa mañana de tibio sol, luego de una fina garúa, habían soltado cientos de esas aves desde los altos campanarios, como era costumbre, antes de las corridas y de las festivas charangas de la milicia; pero ahora la muchedumbre de indios, criollos y godos bebidos, estaba furiosa, deseaba ver correr sangre. Más sangre. Quería destripamiento. Agitados por los raspetones y las cogidas, los ladridos de los perros que acababan de batallar contra un bicho y por la agonía de dos indios ensartados entre los cuernos de un toro no hacía un rato, los cristianos ahora coreaban y vociferaban enardecidos, reclamando la presencia del esclavo:

–¡Fraicico! ¡Fraicico! –en un estruendo incontrolado, inacabable –¡Que salga el renco!

–¡Vamos, bizco! ¡No seas cobarde! ¡Queremos tu sangre!

Queriendo verlo de nuevo, ávidos de más espectáculo, de riesgo y entrega, peligro y cornazo. Sangre y peligro a costa del negro. El esclavo que volvía de España después de años de ausencia, traído por su amo don Pedro Mondragón. Luego de habérsele creído muerto en los ruedos de México, Sevilla o Madrid. Pero había vuelto, Fraicico estaba ahí, acababa de realizar destrezas de garrocha en los preámbulos de la primera corrida y amarrado del tobillo a una silla –en el corto espacio que le permitía la poca extensión de una soga–, se había lucido, toreando, capeando, esquivando, haciendo muecas y piruetas y colocándole banderillas con flores, a un toro que llevaba candelas con el demonio dentro, hasta que le hundió la estocada y lo mató victorioso, con miedo, cojo, pero feliz. Victorioso pero temblando. Luego había salido de rejoneador donde su caballo, sin protección alguna, fue atrapado y alzado por las astas del toro, rajado por las costillas y destripado en parte –era la parte que más maravilló a la multitud, la que primero se alarmó en un alarido, y celebró la valentía y reciedumbre del caballo ante los látigos y puntapiés de los esclavos toreros que lo obligaron, así herido de muerte, a alzarse sobre sus cuatro cascos, para después oírse el reclamó de más sangre–; habiendo sido Fraicico también cogido, pisoteado por el toro y revolcado pero para suerte suya sin más lesión que un tobillo sangrante y ahora hinchado –¡el tobillo!–. Después, un nuevo toro destripó a un perro hasta casi sacarle la cabeza y al zaino, el caballo del esclavo yoruba y rejoneador, Kuto, al cual casi destripó por completo. Pero, luego de la tercera corrida, la indiada, la soldadesca del virrey, los religiosos que acompañaban al arzobispo, los buhoneros, los criollos, los nobles acaudalados o los godos más míseros, hombres o mujeres, mozuelas o niños, todos volvían a reclamar la presencia del legendario y famoso esclavo, rey en las acrobacias y destrezas de vida o muerte ante los cuernos del toro.

–¡Fraicico! ¡Fraicico!

Y se vio al Virrey impacientarse, al arzobispo mirar hacia uno y otro lado, sin que el negro que oía las aclamaciones, displicente, con el corazón en pánico, tomase la menor actitud por aceptar el reto que cuando joven le hubiese hecho al menos sonreír, escupir la tierra, envalentonarse y salir, pero ahora no. Estaba herido y viejo. Renco y sangrante. Desganado y acaso vencido.

A más reclamos, Fraicico se sentía el más infeliz. Y el público volvía a retarlo, incitándolo, no pedían a los diestros toreros contratados desde España quienes de repente aparecieron saltando, girando y boleando las capas, en el centro de la plaza, no. Reclamaban a Fraicico. Y lo cierto era que Fraicico no quería volver por dos razones, porque ya había toreado esa mañana cuando resultó herido –era señal de mala suerte para él salir a la plaza estando maltrecho del tobillo en ese mismo pie renco–, y porque su amo don Pedro Mondragón mil y una vez le había prometido antes de retornar del viejo mundo que no torearía más, que le remitiría la carta de liberto si lograba la fama y el dinero que el amo codiciaba en la madre patria; y el deseo del amo se había cumplido pero la promesa no. Además, apenas detuvieron las mulas en la Ciudad de los Reyes, don Pedro, entusiasmado por los asentistas o encargados de organizar las corridas –el mismo virrey deseaba ver el espectáculo del esclavo acróbata y torero en cúspide de fama y gloria–, volvió a enganchar a Fraicico al peligro, a prometerle su libertad y una bolsa de pesos si éste, por última vez, ahora sí por última, ejecutaba buena faena.

Por eso, don Pedro Mondragón y Cobarrubias, preocupado porque volvían a prometerle buena paga en oro, puso la pesada mano en el hombro del esclavo que temblaba, impotente, de rabia y miedo, y con palabras paternales, melifluas, le volvió a repetir lo mismo desde hacía años:

–¿Preparado, mi rey de las acrobacias?

Y como Francisco, ojos de pez en otro mundo, aturdido, no respondía:

–Arriba ese ánimo –el amo–. Enciende tu mecha. ¡Mira cómo la Ciudad de los Reyes te aclama!

–Amo, dijo usted que no. Fraicico ya no.

–¿Yo? Pero, cómo. No pude haber dicho tamaña barbaridad.

–Juró usted por la santísima Virgen. Estoy viejo. ¡No sirvo ya!

–No me contradigas, negro –sonrió el amo, con odio–. Sé lo que digo. Ponle alma.

          –El dolor mata a Fraicico. Mi alma ya no sirve.

          –¿Me estás replicando, animal? 

–Prometió mi carta de liberto. Lo juró en España, en Sevilla y por todas las plazas. Dijo usted que Fraicico quedaba liberto y que  ya no torearía más. Y estoy esperando, amo.

–Cumpliré mi palabra apenas tú cumplas con ésta.

–¡No quiera que maten a Fraicico, amo! Toro mataría a Fraicico.

–Pero, ¿estás sordo? ¿No estás viendo? Las Indias te reclaman. ¡El excelentísimo virrey y el arzobispo se han hechizado de ti! Sólo esperan verte en tus actos de prodigio.

–Amo, míreme, estoy herido. ¡Hinchado! ¡Y sangra mi tobillo renco! Usted sabe, ¡es mala suerte! El toro mataría a Fraicico. Y abriría sus carnes y arrastraría sus tripas. Como al caballo de Kuto, el rejoneador.

Cierto. El último de los toros, antes de recibir la estocada de muerte, acababa de coger por la panza al zaino del esclavo Kuto, el rejoneador yoruba, jamás tan bueno como lo era Fraicico. Al zaino y al rejoneador, ante un mínimo descuido, el toro los había levantado en vilo, cogiendo al caballo por las costillas. Y los arrojó malamente por los aires, revolando el jinete y su barra de rejón de hierro cortante y puntiaguda, en una rara pirueta de acrobacia, como pato sorprendido y alborotado que recibe pedrada en el pantano; para, al punto, ahí mismo embestir al esclavo que caía, cogerlo  y arrastrarlo entre las astas para uno y otro lado, sin darle tiempo a nada. Para en seguida volver y lanzarse contra el caballo malherido, que ni tuvo tiempo de levantar la testa en relincho. El esclavo había resultado con magullones y cojeaba y sangraba de una pierna y por una costilla; pero al caballo le fue peor, porque, sin que lo pudieran evitar los negros de la comparsa, volvió a ser cogido por el toro, espectacularmente por la panza, abriéndosela y vaciándole las tripas rosadas y azulejas, del modo más repulsivo, para gran asombro y regocijo de damas y niñas en torno a las talanqueras. Cuando los negros de la comparsa por fin separaron al toro, el esclavo rejoneador, herido también como su caballo, a punta de latigazos en las orejas y cabeza, obligó a levantarse al crinudo, y, éste, aunque maltrecho de muerte como su dueño, aún pudo esquivar, resistir algunos embates y completar la faena. Era una visión de pesadilla ver al caballo arrastrar tras de sí, entre aplausos y risas, catorce a quince varas de sus vísceras. Y era de contemplar la dicha y júbilo de la cristiandad también gozando con la escena de horror y asco. De ahí que todos reclamaban a Fraicico. Querían más acrobacias y mejor si eran con la sangre y las astucias de negro más huidizo y esquivo.        

–¡Cobarde! Siempre tú, lo mismo.

–Ahora es diferente. Mire mi tobillo, ¡hinchado, parece camote podrido!

–¡Nada! ¿Quieres que coja el látigo?

–No, amo –el negro bajó la frente.

Al amo se le saltaron los ojos, de cólera:

–¡Te podría matar a palos, aquí mismo, en el ruedo!

El negro, asustado, temblando, movió la geta negativamente, “toro mataría a Fraicico, amo.  No deje que toro lo mate”, a punto del sollozo:

          Con incomodidad y mal humor miró el virrey a Mondragón y éste, como calcinado por relámpago, hizo el gesto de querer matar a palos, ahí mismo, al negro. El esclavo adivinando la intención, se vio obligado:
         
–Voy, amo; pero, ¡la carta!

–¡Basta! Quiero la prueba del toro ensillado. Luego te doy la carta. Lo juro.

–¿Cabalgar al toro? ¡Mataría a Fraicico, amo!

–¡No te dejes matar!

–Tengo los huesos duros, estoy viejo para eso. ¡Es arte para mozos!

–¡Cómo que no! ¿No vas a obedecer?

–¡Si, amo, pero... Fraicico no puede!

–No te saldrá mal. Nunca te ha ido mal. Nadie mejor que tú.

–No, amo. Ya no.

–Será la última. Te lo juro ante Cristo.

–Si Cristo lo oyera, ni dijera eso.

Fraicico podía replicar así a don Pedro Mondragón porque sabía que por él y su familia ya muerta por los toros, el español se había hecho rico. Que por él tenía la hacienda de Maranga, los dos cajones en la calle de Fierro Viejo, con esas sedas de Holanda, sus picos, barretas, escarpias y aquel buen centenar de gordos jamones. Además se conocían tantos años y habían rodado juntos por tantos lugares que los reclamos del esclavo, con expresiones a veces un tanto insolentes, ya ni herían los oídos acostumbrados del amo.

–¡Vamos, negro, hijo de perra! –la muchedumbre.

–¡Horca si no sale! ¡Quemarlo vivo!

Fue con don Pedro hacia los corrales. Ahí estaba el toro. Flaco como él y feo y de aire enfermizo, hostil y salvaje y oculto en una falsa pasividad; mostraba el hocico lleno de moscas, olfateaba ya el peligro y estaba muy inquieto, daba vueltas sobre sí y enlodaba sus pezuñas sobre su propia bosta y orines; tenía los cuernos retorcidos y algo deformes y puntiagudos, y eso le daba un aire de fiereza segura. ¿Este rostro tendrá la muerte? ¡Los esclavos ya lo habían encinchado y tenía puesta la silla!

Muy a pesar, de súbito, Fraicico se vio entre moscas, a horcajadas sobre el toro, como tantas veces se había visto en México y en Sevilla. Pero ahora un terror desconocido, supersticioso y brujo, lo apabullaba, temiendo que para esta vez las cosas no le iban a salir bien. Porque todas las veces que tenía herido el tobillo del pie renco, ¡justo de ése!, las destrezas nunca le resultaban sino chascos, tropiezos, bufonadas o revolcones donde quedaba mal parado, befado y pifiado y a punto de ir a una mazmorra con cadenas y cepo. Y lo peor, qué le iba a ir bien si se sentía cada día más viejo y torpe en el mundo. Soltaron primero a un toro desensillado que corrió disparado como saetazo de ballesta. Fraicico, ojos de pez, gesto en pánico, lo vio correr como bestia que persigue al mismo demonio, mugir y dar vueltas por la plaza; y el corazón, temiendo por su vida, le brincó a punto de salir por la boca de tantos tumbos y encontronazos que daba en su pecho. Años atrás, podría jurar que esto le había gustado, pero eso fue cuando era mozo y le sobraban energías y fuego en las venas, y le daban francas alegrías por burlarse de los toros y reírse de la muerte;  y también por placer y la esperanza de ver cumplidas las promesas del amo Pedro Mondragón.
         
Pero hoy él y el amo ya no eran los mismos. Ahora sin esperanzas sentía sobrecogimientos, terribles miedos, ¡y hasta él mismo se había perdido la confianza! Y viendo a este toro  que mugía y olfateaba el aire inquieto buscando su libertad, sintió de súbito que su corazón también era otro toro tratando de escapar del cerco. Otro cerco. El de su destino. Y que ahora este corazón tal vez se marche, para siempre, “si salgo con este tobillo.”

Pero, vamos, ¡sin medrar, Fraicico! se oyó sin embargo a él mismo, cuando recibía la mojarra, aquella especie de lanza corta, cuando le palmeaban la pierna vamos, negro, demuestra que tú eres rey todavíapara estimularse a sí mismo, cuando azotaban a su toro y Fraicico, un ídolo negro sobre el lomo, aferrado a la silla salía volando como disparo de arcabuz.

           Y reventó el estruendo, la gritería entusiasta y el pánico festivo de los tabladillos y balcones; pero Fraicico no escuchó más. Se concentró en tratar de no caer de su toro. Ingresó la bestia dando saltos y corcoveos, sofrenando brusco y levantándose de patas traseras tratando con temor y rabia de desprenderse de la extraña carga, jamás acostumbrada, que le significaba el peso del negro quien, con extraordinaria maña, sabía sujetarse y no caer de su silla. La muchedumbre, la corte del Virrey, la nobleza, el arzobispo y las cofradías aplaudían, pero Fraicico no pensaba más que en salvar su pellejo y en tratar de que acabasen ya, lo más pronto, sus destrezas y acrobacias. Artes de equilibrio y suprema habilidad que consistían en saber mantenerse sobre el toro ensillado y, a la vez, esperar a que su toro se sosiegue un poco, se percate que tenía frente a él a otro cornúpeta y se diera el enfrentamiento entre ambas bestias. Hasta que, cierto, los toros se observaron, se olfatearon, se midieron con odio brutal y desenfrenados se lanzaron el uno contra el otro, cuernos contra cuernos, tratando de reventarse las carnes y despedazarse. El choque de testas fue violentísimo, Fraicico se vio catapultado y estuvo por desprenderse de la silla, pero para eso tenía la mojarra. Al chocar las bestias se apoyó con la punta de la lanza en el lomo del toro contrincante y, a la vez que ambas moles se enfrascaban en duelo de empuje y fuerza, Fraicico comenzó a dar pinchazos sobre el lomo del oponente. Y mientras los toros buscaban destrabarse de astas y se llevaban para uno y otro lado, apareció la comparsa de media docena de indios y negros, bebidos y jocosos, y que tenían la tarea de entrometerse en el lío, provocar a los toros y realizar capotazos, jalarles las colas y hacer todo tipo de bravuconadas y mofas; era la parte que menos le gustaba a Fraicico porque las reacciones de los bichos siempre estaban cargadas de sorpresas y de situaciones imprevistas; las bestias ya destrabadas y distraídas por las capas que se les cruzaban ante el hocico, de repente no supieron si lanzarse contra los toreros y las sedas anaranjadas o irse y arremeter contra ellos mismos. Hasta que el toro ensillado se percató de su carga y, como bien supuso Fraicico, de manera inesperada volvió a los corcoveos y carreras locas y cortas. De modo que el esclavo sobre el toro no fue sorprendido y no padeció mucho por este brusco cambio de actitud en la bestia, ahí bajo él. Sólo tenía que sujetarse bien de su montura y resistir una y mil veces, y una y mil veces más, hasta la suprema fatiga y la última resistencia, los endemoniados saltos y tirones que, violento y salvaje, ejecutaba el cornúpeta con la intención de expulsarlo como odiosa carga. Manongo Lucumí, su propio padre y maestro en estas peripecias del toro ensillado, así había muerto. El toro había logrado arrojarlo y regresó para írsele encima, sin darle tiempo a nadie para salir y protegerlo. El toro, torpón y feo como éste, le reventó la garganta, pisoteándolo primero y luego lo ensartó paseándolo entre los cuernos de un lado a otro de la plaza. Manongo Lucumí murió de esa manera hacían cinco años. Y apenas hacían dos que había caído el más diestro de ambos en estas destrezas del bicho ensillado y de todas las artes de acrobacia, Felipe Cotito el Corcovado, cuando un pisotón del cornúpeta dio con su nuca y le quebró las vértebras, dejándolo ahí tendido para siempre. Y ahora quedaba él, Fraicico, el menos valiente y el más reclamón pero también el más astuto aunque el menos hábil en estos espectáculos que tanto gustaban a la muchedumbre, por ser de los más audaces y peligrosos; y que, por ser él, el sobreviviente, había cobrado tanta fama que ni su mismo amo, por esta posible razón, podía ahora evitar las ofertas que cada cierto tiempo le ofrecían alcaldes, clérigos y nobles acaudalados, con tentadoras bolsas de dinero en oro, de cuya cantidad pocas veces se enteraba Fraicico.

Y mientras Fraicico, ojo de pez triste, era impulsado por los aires, siempre pegado a su silla y llevado para uno y otro lado, rogaba al cielo, basta, que ya no podía más. Que ya los huesos no le daban, carecía hoy de la habilidad de hacía veinte años, y que mejor de una vez debía decidirse –para no seguir padeciendo–, si arrojarse del toro o salir huyendo del lugar, así luego lo azotaran y humillaran de la peor forma.

Pues también era cobarde, se sabía cobarde y seguía con el primer pánico a la muerte. Y apenas arremetió por segunda vez el bicho oponente contra el suyo impulsivamente se vio más aferrado a su montura y estribos y volvió a esperar el estruendo de las astas, con ruido de peñas que se chocan, mientras él de nuevo preparaba su mojarra contra el lomo ya sangrante de la bestia opositora. El encuentro esta vez no tuvo imprevistos, fueron las filosas testas a estrellarse de lleno y cayó la punta de lanza de Fraicico contra las ya picadas carnes sanguinosas y humeantes.

Fue cuando Fraicico volvió a reparar en su pasado. Cada vez que se enfrentaba a un toro no sabía por qué el pánico le hacía hundirse en las malezas y pantanos de su alma y en pocos segundos, como en torno a una hoguera, recordó a fondo el tejido de su vida y la trama enredada de su destino. ¡Estaba atrapado en una enorme telaraña! ¡Se sentía como un minúsculo insecto pegoteado ante los hilos de la muerte! Sólo era cuestión de segundos para ser devorado por ella, como lo haría la araña con la mosca. Pues sentía que las divinidades africanas se mofaban de él. Al confirmarse, cierto, que desde hacía unos cuarenta años hasta hoy seguía oyendo las mismas promesas de su amo don Pedro:

“¡Basta, tendrás libertad! ¡Sólo firmo tu carta de liberto, y ya!”

“¿Qué tal ese espíritu de lucha, mi rey de acrobacias?”

“Vamos, Fraicico, no seas cobarde. Torea, sólo por última vez. Y luego platicaremos de tu futuro! ¡Verás a tu familia y serás libre!”

“Amo, usted ya dijo eso hace veinte años! ¡Toda una vida lo ha repetido!”

“Ahora será distinto. Te daré unos pesos. ¡Podrás vivir con ese dinero! Negociar puercos, canastas de caña, vender canarios”.

“Amo, ya lo juró usted por Cristo.”

“Te juro que será la última, Fraicico; dentro de poco gozarás viendo tu carta. Haré que la redacte el propio obispo. Seré justo. Podrás comprar la libertad de tus hijos... ¿Me oyes?"

Pero fueron imágenes y palabras que como a las moscas se las llevaba el viento. Promesas que oyó su madre, Bartola, ahora muerta; que oyó su padre Manongo Lucumí y su primo Felipe Cotito el Corcovado. Palabras que oyó su mujer, ahora en matrimonio con otro esclavo, y sus tres hijos que quién sabe por dónde estarían vendidos aunque tenía vagas noticias de que uno amansaba caballos en la hacienda San José de Chincha y los otros apañaban algodón por alguna hacienda de Huachipa. Instante de deslumbramiento. Se había congelado el tiempo en un fogonazo de relámpago súbito, con él sobre el toro ensillado, en el instante de un brusco corcoveo, cuando saltaba y giraba con Fraicico sobre la montura, a dos palmas sobre la arena oliente a muerte y a sangre de toro muerto en iras.  Se había detenido el tiempo y era como si Fraicico se viese suspendido en el relumbre de una estampa, donde sólo él podía ver al resto del mundo, paralizado en miles de gestos. Vio bocas abiertas de mujeres aterradas porque el toro estaba a punto de arrojarlo; vio puños cerrados, bocas atenazadas en pasión, estatuas de hombres alentándolo, vio rostros con risa tallada en bronce y madera; se vio, de nuevo, a sí mismo paralizado en el aire quieto y detenido en el remolino del tiempo. Donde se sentía, poco menos que un gusano, el ser más solo y desamparado de la tierra. Un soplo de viento también suspendido en una tristeza infinita  ahora ardía, con fuego propio, en su corazón y su sangre. Y ahí fue que descubrió, poseído por la amarga frustración, el abatimiento y el rencor contra el amo, que acaso ya nada tendría que hacer en este mundo de desquiciados torbellinos y desastres.
 
Fraicico, en este momento de desolación, entonces descubría que como muchas veces bien podría matar a ese toro frente a él, apenas descendiese, moviera la capa una y otra vez burlando a la bestia, y luego podría hundirle la espada sacada de su cintura; sabía que ese esfuerzo y manejo de la hoja acerada sería el acto más fácil, pero cuando volvía a elucubrar que clavar a ese toro significaría nada más que un nuevo paso para ejecutar nuevas futuras destrezas, Fraicico –sobre el toro detenido en el espacio y el tiempo, en pleno salto–  caía en la terrible certidumbre de saber que su vida tendría que continuar con la misma rutina y humillante situación. Volver con el amo y seguir con sus hediondas promesas. Volver a confundirse con la fetidez de la bosta y el mosquerío que merodea a los toros. Hermanados en la misma vinagrada putridez. Que nada cambiaría hasta que le refregasen la suerte que le tocó a Manongo Lucumí y a Felipe Cotito el Corcovado. Que su vida inexorable tendría que enrumbar hacia ese destino y que no podría ser de otra manera mientras siga con vida. Y que si ahora reparaba en la gritería de la muchedumbre y los aplausos, era porque lo estimulaban para azuzarlo hacia la muerte. Empujarlo, desbarrancarlo y arrastrarlo hacia ella, ya no tanto para verlo hacer las mismas destrezas de la garrocha sobre el toro ni de verlo torear amarrado de un pie o ensogado a una silla, sino para solazarse viéndolo sucumbir. ¡Querían ver como lo cogía el bicho! ¡Cómo le clavaba los pitones en el vientre y cómo lo destripaban, quebrándolo! Que sería deleite verlo de una vez morir. ¡Dar de trompa en tierra y ensartado entre los cuernos! Y es que, ¿no querían eso? Sentirlo remecido, inútil y sangrante y solazarse de su suerte el día que el toro lo recogiera y refregara en el suelo y lo befara tironeándolo, como trapo, para uno y otro rumbo. A los sesenta años de su vida, maltrecho y anciano, Fraicico por fin descubría que sus huesos y pellejos irían a parar a la oscura fosa sin cruz y sin nombre de esta fatalidad. Y lo remeció el insondable miedo. Hasta que, decidido, elucubró una nueva trama para su destino. Por primera vez escupió rebeldía y se le oyó maldecir acaso aceptando el duelo: “¡ya verás, amo!”

Y apenas pudo Fraicico mal que bien saltó del toro y, renco por aquí y allá, burló a una y otra bestia con la capa, se paseó, pareció gozar orondo, pecho altivo y digno, ante la fiesta brava y, de repente, hasta se creyó que había perdido el miedo. Luego, entre aplausos y gritos hundió la espalda entre las banderillas del lomo de uno y otro toro, y, después, los vio caer hociqueando la tierra y soltando la vida para, en seguida, ser arremetido por uno desconocido –¡le habían soltado una tercera bestia y estaba ensillada! ¿O se habría escapado?–  No bien el toro arremetió contra él, Fraicico lo esquivó cuantas veces pudo, lo capeó, le jaló la cola, lo aturdió con la capa y escapó de ser corneado diez, veinte veces, burlando a la muerte de modo infatigable, hasta que le puso el pecho, se acercó al toro que jadeaba a muerte, y le impuso su mano en la testa y arrodilló ante él, y le colocó burlón  y tremendamente audaz, cabeza contra cabeza, cara contra trompa, frente contra astas, ojos contra ojos y jadeo contra jadeo, quedando burlado el cuadrúpedo fatigado, y ya quieto, hechizado por la valentía del esclavo, el toro, atónito, no supo qué hacer, viendo que el negro le imponía la cara y el pecho –para felicidad del virrey, el arzobispo y el delirio de la cristiandad–; “¿Qué pasó, se volvió loco?” “¿Cómo es que el toro no reacciona y acaba con él?” Y, luego, sorpresivamente, Fraicico saltó sobre la silla y volvió sobre la bestia y a la andanada de brincos y breves carreras, para mayor goce y euforia de la muchedumbre tras las talanqueras. ¿No era eso lo que pedían, “circo” para ver cómo lo matan?; para entonces, Fraicico, recapacitando los malabares y hazañas cometidas en ese momento, de súbito recuperó el  horror y descubrió, nuevamente para su desgracia, su desconcierto, la angustia, el pánico y el pesar de no saber cuándo todo iría a parar, cuándo dejaría de ver el mundo desde arriba y abajo y desde abajo hacia arriba. Que por lo visto, en vez de mejorar su condición con estos últimos malabares y desplantes de locura, la había empeorado. ¡Vendrían más contratos! ¡El esclavo sería más esclavo! Y jamás hubo deseado eso.

Mas en el momento que ni la indiada ni el clero ni la nobleza lo esperaba, Fraicico cayó, se desprendió y se desarmó en el espacio y fue, dando cabriolas en el aire, de trompa hacia el polvo. Pero, ¿él? ¿él que vivía en el pánico y era cobarde, caía? ¿Caía en verdad? Fue un desplome espectacular y tan brusco que ni los de la comparsa tuvieron tiempo de ir y hacer algo por él. Gritó de horror un centenar de damas, el mismo Virrey se puso de pie y viendo toda la plaza que el toro reviraba y se iba contra Fraicico, el escándalo y la sorpresa fue mayor. Fraicico si apenas tuvo tiempo de rodar sobre la tierra, de alzar sus manos y coger de las astas al toro y de sentirse alzado de una sola viada como si se tratase de un viejo trapo inservible; para volver hacia la silla, pésimo, sin equilibrio ninguno, y rebotar de nuevo a tierra y ahora sí ser cogido –le ingresó el asta con un ardor de fuego, con puntillazo de navaja cortante–, de filo, por una costilla, el pellejo y un poco de su vientre; y fue arrojado para cualquier lado, para caer ahora de nariz, ojos en asombro, cara de pez triste, y levantarse y ser nuevamente cogido. ¿De dónde? ¡Por cualquier parte! ¡No sintió por dónde! ¡Pero se vio como un muñeco de palos y paja por los aires! Y se vio otra vez caer, morder el polvo, mareado, sin saber adónde ir, sin fuerzas, cuando la visión se le nubló y se le oscureció la mente. Y ya no oyó más los estruendos de la plaza y sólo vagamente sintió que se extraviaba por oscuros caminos de vértigo hacia lugares donde no tenían cabida los ruidos ni los rostros sorprendidos ni las imágenes coloridas y espigadas de las torres de la catedral. Nada. Todo se desvanecía ante sus ojos, hasta el miedo y el temor a la vida o su pánico a la muerte. El toro desapareció de su vista como un fantasma tras la niebla, hecho de niebla. Como su conciencia. Sintió que se diluía tras el polvo. Se convertía en viento, en nada. En un puñado de tierra. Un soplo hediondo a algo. A tumba sin lápida.

Cuando creyó oír, después, algo tras los vértigos y la bruma:

–Despierta, hombre, si no fue nada. Apenas un roce.

Fraicico no tenía idea de si habían transcurrido semanas o apenas instantes desde que fue cogido por el toro ensillado.

–Por Dios, mi rey de las acrobacias, ¡el susto que nos diste! Puedo ya respirar ahora sin remordimientos. ¡Pero lo lograste! –era el amo o parecía la voz del amo Pedro quien le hablaba–. Pero, viejo, retén estas monedas y de aquí a unos días te haré llegar la carta de liberto. ¡Me convenció el arzobispo! Vamos, anímate y recíbelas, matador. Y no seas desagradecido. ¡Son monedas! –fue todo lo que dijo, ordenó algo a otros esclavos y se deshizo en el aire, desapareció como el fantasma de un sueño.

Fraicico se recuperaba y veía cómo otros negros, vestidos de torero todavía, le limpiaban la tierra de la cara y le taponeaban el vientre sangrante, de cuya herida no sabía si le provenía esa sensación de ardor y dolor o si de su corazón aterrado, o de su boca salobre por el amargor de la sangre.

Hasta que reparó. Ahora ya no estaba en la plaza, habían desaparecido las talanqueras y los corrales y no se veían toros por ningún lugar; y entonces descubrió sobre él la mirada apiadada de algunos indios y negros haraposos y tristes. Lo contemplaban con pesar y dolor, tras un ventarrón de moscas que merodeaban yendo y viniendo.

Se percató que lo habían abandonado por alguna esquina de los arrabales de San Lázaro y que todo en su entorno hedía distinto, a pobreza y miseria. Pero el amo Pedro había desaparecido, ¡por fin!

Había estado reclinado en una pared de quincha y barro, intentó alzarse pero no pudo. Las cornadas, todavía no sabía bien, podrían ser de gravedad; las carnes le dolían, sentía recogidos y ardientes los músculos del vientre,  volvió a intentar alzarse pero tampoco pudo. Entonces, como si recién descubriera que vivía verdaderamente, reparó en su propio cuerpo. Se miró la herida. Era grave, abierta y honda y se le veían las vísceras. “De razón las moscas.” Se las recogió y reacomodó como de tratarse de otro negro. Y de otro dolor.

Con su mano ensangrentada y empuñando las quince o veinte monedas trató de acomodarse las vísceras y de volverlas a su lugar. ¡Pero había hemorragia!

Sospechó entonces que quizá jamás volvería a ver a su amo.

Pero volviendo a pensar en sus hijos, en su libertad, sonrió. Y trémulo, con voz exaltada y extraña, se oyó decir.

–¿Alguien tiene aguja con hilos? –a los indios y negros que se reunían en torno a él como moscas ante algo que está malogrado o por pudrirse–. ¡Esto tiene remedio!

Y suspirando y pujando ante el ardor y dolor sordo pero intenso y hondo cuando se cosía las venas y unía los pellejos, también sospechó que el flujo de la sangre era cada vez menos fuerte. Que la hemorragia, tal vez, empezaba a detenerse. Y poseído por gran emoción en su pecho:

–Ahora soy libre... ¡Sin amo! ¡Libre! – exclamó por fin feliz. 

Pero la sangre seguía fluyendo. Y las moscas, chiririncas azules y verdes, por miles aumentaban como ante un pudridero.




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