jueves, 13 de marzo de 2014

MARTÍN, UN GATITO QUE TENÍA DOS LIMONES DE COLLAR



      Martín era un gatito que tenía dos limones de collar; aquellos limones que les ponen cuando un gato, gallina o perro tienen peste –¡fuchi!, ¡una horrible enfermedad de mocos y babas!–, y de ahí que andan enfermos y tristes. Y por eso Martín el gatito paraba así: con sus dos limones que le había puesto la abuela Irene, “por ver si se sana”. Y los niños se burlaban de él. Piedras con él si lo veían: “¡maten ese gato con peste! ¡Quémenlo vivo!”. Y no había cuándo sanar. Pues, si sanaba, volvía a recaer. Y si recaía, no había cuándo salvarse, por lo mal comido que andaba.
     
      Por eso, Martín vivía legañoso y triste. Los hijos de la abuela Irene trataban como a un estorbo y lo barrían con la basura al pasar la escoba. Nadie le daba cariño. Y, a veces, lo botaban fuera de la casa para que duerma al pie de la puerta de la calle, en donde el gatito Martín corría grave peligro, porque por la vereda siempre pasaban muchos perros. Martín maullaba y arañaba la puerta para que lo dejaran entrar. Y tiritaba de frío y hambre, pero nunca le hacían caso.

      Fue una noche cuando los perros grandes lo acorralaron. Estaban por morderlo y Martín, con sus dos limones en el cuello, no sabía dónde esconderse. Le pelaban los colmillos, le ladraban, le mordían el rabo, lo miraban con odio; tenían ganas de comérselo, de sacarle las tripas y desarmar sus huesos de gatito para regarlos por todo el vecindario. Y Martín: “¡mamita, ayúdenme!...”, se defendía con sus zarpas y sus uñas muy filosas pero pequeñitas. Y sentía mucha pena porque nadie salía a defenderlo.

        Cómo podría batallar él solo contra cinco perros. Y creyó que iba a morir. Era huérfano y su madre Rosana había sido gata techera y había muerto envenenada hacía dos semanas. Nadie lo salvaría de estos cinco perros, es decir nadie lo hubiera salvado si no aparecía doña Irene, la única mujer en el mundo que lo quería. Salió con una escoba y a golpes hizo huir a los perros. Y alzó en sus brazos a Martín.

      Martín era el gato engreído de dona Irene. Ella era quien le daba de comer de su propio desayuno, pero era muy viejecita y enfermiza; y por mucho que se esmeraba nunca podía tenerlo, en todo momento, a salvo de sus dos hijos, quienes odiaban a Martín “por ser un gato con peste”.

      Un día, uno de los hijos muere en un accidente cuando trataba de perseguir un gato y lo atropelló un auto. Y el otro se casa y se marcha a vivir con su esposa a otro lugar. Y sola y triste, doña Irene, enfermó más; poco a poco se iba agravando y muriendo, hasta que Martín decidió socorrer a su dueña:

      –¿Cómo puedo ayudarte? –le dijo maullando–. Dime, amiga.

      La vieja Irene que tenía la misma tristeza y las mismas legañas que Martín, lo alzó a su falda y, desde su perezosa, le señaló la ventana por donde se veía el campo. Lloviznaba y había sol, y ahí cerca, enorme y altísimo, se arqueaba un reluciente arco iris. Y, viendo sus siete encendidos colores, le dijo a Martín:

      –Sólo podrás socorrerme si subes a ese arco iris, querido gatito; tendrás que cruzarlo y correr sobre él hasta llegar al final, en donde hallarás un tesoro.

       –¿Un tesoro? –preguntó Martín, sin comprender.   

       –Sí, un tesoro. Pero,  ¡tendrás que subir rápido!
    
      –¿Y qué debo hacer, amiga Irene?

     –Si traes ese tesoro, ¡sanaremos de nuestros males! Y tú, Martín, ya no necesitarás los limones de collar. Y podremos vivir y comer bien, y ser felices para el resto de nuestros días. Pero, ¡anda con cuidado! ¡Hazlo pronto, antes que el arco iris desaparezca del cielo! ¡No duran mucho...!

        –¿Desaparezca? –preguntó Martín a punto de dirigirse a la ventana.

      –Sí, porque si desaparece estando tú arriba, caerás y te cazarán los perros y yo ya no podré defenderte. Míralo, es un arco iris hermoso. Duro como cristal de roca. Sólo tú podrás tocar sus colores. ¡Anda y sube, Martín! ¡Corre como el rayo!

      Martín con su dos limones de collar corrió feliz hacia la ventana, pero la vieja Irene lo llamó en el acto:

      –¡Espera, Martín, lleva esta canasta! –le dijo–. Aquí traerás el tesoro.

      Con la canasta en el cuello, Martín volvió a correr hacia la ventana; pero:

      –¡Espera! –volvió a oír a doña Irene–. ¡Lleva estos cuatro frascos, por si el tesoro está hecho de polvos de oro!

      Con la canasta y los frascos ahí dentro, Martín volvió a saltar hacia la ventana, pero cuando oyó a su anciana amiga:

      –¡Ay, qué olvido! Espera, Martín, ¡lleva este paraguas, por si te caes de arco iris! –Martín ya no le hizo caso; sabía ahora que un arco iris duraba poco tiempo en el cielo, y tenía que aprovechar al máximo.

      Atravesó la llovizna delicada, cruzó el gallinero sin aves de corral, llegó a una pampa y se vio ante el inmenso arco iris. Era muy hermoso pero no tenía tiempo para contemplarlo, como le hubiese gustado. La gente que lo vio brincar y saltar bajo el arco iris, tratando de subirlo, se rió de él:

      –¡Ja, ja! Qué gato tan bailarín y juguetón, ¡cree que podrá escalar un arco iris!

      –¡Imposible! –dijo una señora–. ¡Los arco iris sólo son un resplandor de luz! ¡Nadie podría treparlo como si fueran lianas!

      –¡Qué gato tan loco! ¡Qué risa, y va con una canasta, je, je!

      Sin embargo el gatito Martín no les hizo caso y saltó. Y saltó. Y ¡uuff, por fin! Sus uñas se prendieron en la transparente caparazón del arco iris. Hizo esfuerzos y trepó poco a poco, hasta que se sintió confiado y corrió sobre él como si anduviese por un maravilloso puente.
  
      La gente gritó de emoción, no podía creerlo. Muchas señoras se desmayaron al ver este lindo malabar de Martín. ¡Era un gatito espectacular y admirable!

      Era lo mismo que trepar una montaña, pero no tan lo mismo porque un arco iris ¡es un arco iris! Arriba corría viento y había flores y mariposas por todo lado. Pero Martín avanzaba veloz como una flecha.

      Entonces apareció un puma enorme y fiero:

      –¿Qué haces sobre este arco iris? –le dijo–. ¿Y por qué llevas esos dos limones en el cuello?

      Martín, que era un gatito muy educado, se detuvo para responderle:

      –Tengo que llegar al final del arco iris. Si recojo el tesoro, con él podré salvar a mi dueña que está muy enferma. Y yo podría curarme de la gripe y quitarme estos dos limones de collar. Pero, más me preocupa mi vieja amiga. Es muy anciana y quiero ayudarla. Si lo consigo, viviremos felices.

      –¡Muy bien, gatito! –se alegró el puma–, ¡se ve que tienes un buen corazón!; le darás este cuy que he cazado, como regalo mío.

      Era un cuy ya muerto, peludo y feo. Martín con desagrado lo guardó en un frasco y siguió el camino, diciéndole al puma:

      –Gracias, amigo puma por preocuparte por mi dueña; ¡así lo haré!

      Martín siguió corriendo, temía que el arco iris pudiera desaparecer en mitad del cielo. De ocurrir eso, Martín se quedaría en el aire y caería desde lo alto en una calle de perros. ¡Como se lo había advertido la abuela Irene! Y se apenó de no haber tenido tiempo de recoger el paraguas. Pero el arco iris seguía firme y brillante. Y estaba sólido y florido como una montaña donde todo es primavera.

      Entonces lo detuvo en su carrera veloz, un cóndor:

      –¡Alto, gatito! ¿Hacia dónde vas por este arco iris? –dijo el rey de las aves–.  ¿Y qué haces tú aquí por mis reinos? ¿No sabes que te puedo comer?

      –¡No me comas! –suplicó Martín–. Cruzo tu reino porque tengo que llegar hasta el final del arco iris. Ahí tengo que recoger un tesoro, con él podré salvar a mi dueña que me quiere mucho, pero está enferma. Y deseo ayudarla.

      –¿Y esos dos limones en tu cuello? –preguntó el cóndor.

      –Me salvan de una pequeña peste –confesó Martín, avergonzado–; pero la verdad: ¡más quiero salvar a mi dueña!

      –¡Qué gestos tan nobles tienes! –dijo el cóndor y con su pico le dio algo–; coge este gusano y le darás a tu dueña; es un regalo que le ofrezco.

      ¡Puaggg! Era un gusano asqueroso y vivo, blanco como un suri de los ríos de la selva. Con asco, Martín lo guardó en otro frasco y ya corriendo, le agradeció:

      –Gracias por respetar la salud de mi dueña, señor cóndor. ¡Le daré tu ofrenda!

      Veloz como el rayo saltó flores, enredaderas de campanillas azules, y continuó escalando el arco iris. Había llegado a la cumbre y ahora bajaba y bordeaba los maizales, árboles de nísperos y matas de tunas; pero, volvió a ser refrenado. Esta vez le salió una hormiguita. Y no queriendo pisarla, Martín se detuvo.

      –¡Cuidado, gatito! ¿Hacia dónde vas tan apurado? –dijo la hormiga que arrastraba una araña reseca y fea.

      –Voy al final del arco iris, donde debo encontrar un tesoro que servirá para salvar la vida a mi dueña.

       –¿Y por qué tu collar con dos limones? –preguntó la curiosa hormiga.

      –Por mi gripe –dijo Martín–; pero mi amiga es quien me interesa. Ella está muy enferma, nadie la cuida, sólo yo; y tengo que...

      –¡Qué espíritu tan agradecido eres, lindo gatito –le dijo la hormiga y le dio la araña–; toma, coge esta araña deliciosa y dásela a tu dueña como un obsequio mío.

      Martín cogió la araña muerta y con algo de miedo la metió en otro frasco, y volviendo a correr veloz:

      –Gracias por querer a mi dueña –le dijo–. ¡Así lo haré, señora hormiga!

      Y mientras cruzaba bajo las raíces de unos naranjales y mangos, Martín pensó en lo difícil que son las relaciones sociales: “¡Caray!, ¡cuánta curiosidad por mi collar de limones! Pareciera que nadie entiende cuando uno desea salvar la vida de una amiga”.

      Corría y corría cuando, antes de llegar al final, lo detuvo un caracol:

      –¿Adónde vas, gatito? –dijo el caracol–. ¿No temes caerte del arco iris? Yo nunca había visto a un gato trepar por aquí. ¡Y todavía con un collar de limones!

      –Tengo que salvarle la vida a mi dueña. Está muy enferma. Es pobre y nadie la cuida, sólo yo. Y le debo la vida por este collar que ella me puso. Me salvan de una muerte segura. Y tengo que llegar al final de este arco iris para...

      –¡Qué felicidad la tuya, desear ayudar a otros! –le dijo el caracol–. Y haces muy bien en cuidar a tu dueña. Pero, no te entendí. ¿Por qué el collar?

       –Para espantarme la peste –insistió Martín, sintiendo que se le iba el tiempo–; pero, no busco el tesoro para mí. Lo hago por mi dueña.

      –¡Bien, gatito! Pues, llevarás un regalo mío a tu dueña. Mira detrás mío; recogerás mi baba seca y melosa, la enrollarás y se la darás con mucho cariño.

      Martín así lo hizo. Con asco guardó la baba en el último frasco. Y volviendo a correr:

      –Adios y gracias, señor caracol –se despidió el gatito–. Le daré su encomienda a mi dueña.

      Así, Martín, con su canasta al cuello, los frascos y su collar de dos limones, llegó al final del arco iris. ¡Y se dio tamaña sorpresa! Al final del arco iris no había ningún tesoro.

      Pero buscó, escarbó, olfateó por todo lado y no encontró nada valioso. Maulló de tristeza y lloró por su dueña. Sintió mucha pena, entonces, porque tendría que ir a decirle que no había al final del arco iris ningún tesoro. ¡Pero no quería defraudarla! Algo le tendría que dar... Pensó en los humildes regalos de sus amigos el cóndor, el puma, la hormiga y el caracol. ¡Únicamente esas miserias tendría que darle en vez del tesoro!

      Y volvió a maullar más triste, solo en el mundo, creyendo que si entregaba a doña Irene estos regalos tan asquerosos, ella lo botaría por siempre a la calle.

      No continuó llorando más, porque enseguida volteó y miró hacia el arco iris: ¡éste, catastróficamente, empezaba ya a desaparecer, debilitándose, haciéndose más transparente! “¡Oh, no! ¡Qué desgracia si el arco iris se desvanece y se vuelve nada! ¿Cómo regresaría a casa?”

      Decidido a todo saltó y salto: una, dos, tres veces; pero ahí, el borde del arco iris ya no tenía consistencia. No pudiendo sujetarse, sin poder clavarle las uñas, saltó y salto de nuevo y Martín caía y cayó miserablemente a tierra; el arco bajo sus patitas estaba ya casi deshecho. Con miedo, saltó otra vez pero más alto y con mayor impulso, y ¡en esta nueva tentativa sí cogió carne!

      Sus uñas se prendieron del arco iris y logró subir, otra vez, como si estuviese por un puente duro y firme; todo adornado de flores, pájaros, árboles frutales y mariposas. Pero, ¡seguía desapareciendo!

      Tuvo que correr con mayor empeño, imprimiendo más velocidad en sus patitas ágiles. Pasando, veloz como el rayo, vio al caracol, a la hormiga, al cóndor. Y antes de llegar a la cumbre donde se encontró con el puma, miró hacia abajo: cómo, del tamaño de las hormigas se veían las casas, los carros de Montacerdos, el Puente Ricardo Palma de Lima, el Coso de Hacho. Recordó que si se caía desde aquí: ¡se haría anticuchos y choncholí!

      Fue cuando, tras unas tunas, vio al puma que muy preocupado le dijo:

      -¡Cuidado, gatito! Ya no es hora de estar aquí.

      Pero ya era demasiado tarde: ¡el arco iris ya desaparecía del todo! Y entonces Martín perdió piso y empezó a caer y caer, como un ovillo de lana.

      -¡El paraguas me hubiera salvado! Ay, ¡auxilio...!

      Pero, para suerte suya, cayó sobre el techo del gallinero vacío de doña Irene, y no se hizo daño; en tanto su collar de dos limones, desbaratado en el aire, cayó sobre la cabeza de un perro que ya corría a ladrarle. ¡Martín estaba a salvo en su misma casa! Y feliz de salir con vida...

      Corrió entonces donde su dueña. Ella moría de pena y preocupación por él. Martín la sorprendió apareciendo por la ventana y aterrizando sobre su falda, mientras reposaba en la perezosa.

      –¡Martín, mi gatito, has vuelto! –suspiró feliz de volverlo a ver–.  ¿Y llegaste al final del arco iris?

      Martín maulló desdichado. Le mostró lo único, miserable, que traía. Y triste, le dijo:

      –Nada bueno he podido traerte, mi buena dueña. Sólo estos frascos llenos de cosas... terribles.

      –Qué importa, mi pequeño amigo –dijo la abuela–; ¡muéstramelos!

      –Este frasco contiene un cuy –dijo Martín mostrando las botellas sin abrirlas–, me lo dio para ti un puma, cuando subía el arco iris; este otro, un gusano, me lo dio para ti un cóndor allá arriba; éste, una araña seca y fea, y me lo dio para ti una hormiga; y el último contiene sólo la baba pegajosa de un caracol. Son los obsequios que ellos muy gentilmente te hicieron. ¡Y me apena que sean tan detestables! Pues tú, mi buena Irene, mereces un tesoro y no estas cosas.

      –Yo los abriré de todos modos –dijo la vieja amiga.

      Y al abrir los pomos, pegaron un sobresalto:

      El frasco del cuy contenía un queso aromoso y fresco que, al cortarle una tajada volvió inmediatamente a recuperarse, y ¡nunca se agotaba!

      El frasco del gusano contenía una cadena de perlas y brillantes.

      El de la arañita, un luminoso prendedor de oro fino.

      Y el último frasco, el de la baba del caracol, guardaba un maravilloso brebaje contra toda dolencia: ¡bebiéndolo, la vieja Irene y Martín, recuperaron de inmediato la salud! Doña Irene se volvió más joven y Martín más fuerte y más inteligente. ¡Vivirían muchos, muchos años con buena salud!

      Saltaron de alegría y se abrazaron.

      Y esa noche haciendo fiesta, se sentaron al pie de la ventana a contemplar el cielo estrellado. El arco iris esa noche curiosamente rodeaba la luna. Y riendo, Martín descubrió que algún día él podría escribir su historia y contar un increíble cuento. Que es éste.


7 comentarios:

  1. bbbbbbuuuuuuueeeeeeennnnnniiiiisssssssiiiiiiimmmmmooooo

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  2. Linda historia. La encontré de casualidad y no pude dejar de leerla hasta el final.

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  3. Gran historia me hizo llorar 😣😥😥

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  4. Grandiosa Historia. Se la leeré a mi sobrina 🤗

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  5. Yo tambien lo encontré de casualidad,me gustó el cuento. Me recuerda a todos mis gatitos que he tenido y lo mucho que nos hemos querido.

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