viernes, 7 de marzo de 2014

EL LIBRO DE LAS JODAS (ANTOLOGÍA)


EL LIBRO DE LAS JODAS


MANIFIESTO DE LAS JODAS

      Descreemos de toda teoría del Cuento.

      Creemos en el odio, el rencor. La envidia nos corroe.

      Odiamos la vida, somos cobardes, cretinos.

      Odiamos a Borges, a Onetti, a Cortázar, a Monterroso, sus cuentos nos parecen insulsos. Cagadas de niños.

      Odiamos las Recetas Para Hacer Cuentos o las Recetas Para Encontrar la Inspiración. Pero reconocemos que la mejor de todas es sentarse a una letrina, defecar largo y grueso, y luego sentarse a escribir pensando que acabamos de desprendernos de lo mejor de nuestras vidas.

      Otra podría ser que el único Cuento bueno es aquel que logra arrastrarnos al suicidio –o a la risa–. Por eso nuestro repudio y salivazo a todas las causas nobles y a las buenas teorías como a las críticas. Todas acaban siendo siempre palurdas y dignas del vómito.

      O, en todo caso, el buen Cuento debe dejarnos la impresión de que habitamos en una cloaca. Y que el mundo es una letrina. Que la ostia, la iglesia, son parte de esta letrina. Que los ministerios, las instituciones públicas y privadas, son letrinas.  Que el niño que nace, surge del vientre de una letrina.

      Por eso, nuestro Congreso de la Nación, es la más fétida de las letrinas. Pues sus leyes son los peores Cuentos.

      Invitamos a todos quienes acaben de leer este libro, al suicidio. Les agradeceremos con todo el odio posible.

      Invitamos a Siu Kam Wen a que se suicide. A Luis Fernando V. a que se suicide. A Walter Kuronisi a que se suicide. A Cronwell Jara -director de Talleres de Narrativa Breve-, a que se suicide. A Julio Ramón Ribeyro a que se suicide  (como se suicidaron Pavese, Hemingway o aquel Antonan Artaud quien se canceló lindamente tragando tachuelas, o aquella Sylvia Plath, hundiendo la rubia cabeza en un horno y tragándose el gas). Porque han cometido el peor error: sus literaturas son angelicales. Huelen a leche condensada, a caramelo mentolado. Distorsionando la esencia de la vida.              

      Les exigimos que tomen una soga de púas, que preparen el lazo, el nudo y asuman valientemente ascender al cadalso y a aceptar la auto eliminación en sus propias horcas... lo antes posible.


JULIO LADRÓN DE GUEVARA,
TATIANA LEÓN BOCANERA

                      Arequipa, "El Búho", 1976

¡OH, MI DIOS, NO ME ENVÍES MÁS TUS ÁNGELES!

        Mi primer ángel de la guarda cayó como un reloj sin sueño, oxidado y sin cuerda, lleno de piojos, descolgándose en chorros de luz del cielo por una soga vieja.
       
        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.
       
        El pobre empolvado de luna y de estrellas, sin historia, sin tiempo,  se esmeraba en brindarme todo encanto de protección. ¡pero era tan débil, su esqueleto de pez tan falto de fósforos y de proteínas, que no volaba más que una mosca!
       
        Una mosca de alas chamuscadas. Que sólo podía superar en vuelo a las cucarachas ruidosas. No nos entendíamos bien. Él vivía en Jerusalén, sin historia; y yo en otros tiempos.

        ¡Oh, mi Dios! ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Para que no sufra más tuve una noche que degollarlo.

        Su  carne me supo a pollo Broster y las plumas de sus lucientes alas a lechuga fresca.

        Mi segundo Ángel de la guarda, dulce rostro de perrito faldero, luego de dos días de no bien conocernos, apareció una mañana de rocíos en un rincón de mí cuarto, aprisionado en una red de telarañas. Pegoteado de sueños y de hilos. Exangüe. Agónico. Mientras una picadura mortal le sorbía el seso.

        –¿Como? –me dije–. Si ni siquiera nos habíamos entendido.

        Jamás me hubo ayudado a hacer al poema, había sido torpe, mudo y medio ciego. No me ayudó en nada. Prometía y no soltaba. Tampoco me apenó su muerte. Me tenía el cuarto mal oliente. Algo sonámbulo y brujo se excrementaba por cualquier lugar, dando pasitos de ganso reumático.

        Entonces, ¡así para qué!

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Mi tercer Ángel de la guarda cayo en paracaídas, de tres hongos psicodélicos, acorde con los tiempos modernos; tal como nos llega hoy el Papa y Sumo Pontífice en aviones supersónicos computarizados y en autos blindados antibalas, anti bazukas.

        Entonces, me dije, “¿otra vez?”

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Pero mi Ángel ostentaba esta vez un porte atlético, de gladiador greco romano y de entrometido.

        Su enorme placer era causarme angustias, remordimientos (me obligaba, por ejemplo, a rezar a diario El Padre Nuestro). Más parecía trabajar para la Policía Secreta Nacional que en algún lugar del cielo.

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Era un soplón. Gustaba inmiscuirse infidente, voyerista, en mis relaciones íntimas, con mi concubina. Alentaba mi castidad. Y cuando arrojó a mi novia, todo mi dinero que invertía en dalias y margaritas a cambio de su amor viró a las iglesias, a las alcancías, porque eso es bueno. Engorda al cura, engorda a Cristo y les proporciona autos y camionetas de doble tracción a cambio de hostia y de ponernos de rodillas: “Pues el dolor nos acerca más al Señor”, según él, tan cínico.

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Me creció la barba. Me tenía al filo del infierno. Y al punto de las siete plagas y la TBC. Perdí mis empleos. Empecé a llevar algo así, con llanto y con maullidos sin dignidad, una elegante vida de gato techero. Es decir, asistiendo a elegantes restaurantes pero comiendo de los botes de los basureros.

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí. No me envíes más tus Ángeles.

        Empezó él a azotarme. Y yo quería darle whisky con veneno.

        Al ver que de mí ya no podía exprimir ni una sola mosca, entonces se dedicó a mí, un día de enero, a la compra y venta de dólares en el mercado negro del Wall Street de Ocoña. Y pude por fin solazarme en la dulce e inútil vida de escribir mi biografía, oh buen Job, en estas letanías de jodas. 

        ¡Oh, mi Dios! Ten piedad de mí.

        Al inicio le fue yendo bien. En cuestiones de mafias, de empresas y de problemas crematísticos, mi Ángel se las sabía todas. Proviniendo de donde venía, ¡cómo no!

        Pero, lindo de ojos, con la lengua larga y amoratada, apareció ahorcado cierta mañana. Es decir, colgado del pescuezo a una soga, por sus propias manos. Se había incrementado el costo de vida, los precios se elevaban por los cielos. Lo cual nunca entendió porque en el cielo jamás estuvo acostumbrado a eso.

        ¡Oh, mi Dios!

        El cuarto Ángel de mi Guarda me cayó un día todo él canoso y desdentado. Desplumado y temblando como gato recién con veneno. Viejo y tan torpe que hasta olvidaba dónde había perdido las alas. Dónde su tiempo, su maldad de ángel bueno, su filosofía de cicuta y Maquiavelo.

        ¡Que ni siquiera tras su mirada dulce y opaca me reconocía bien! Olvidando tras el orzuelo y la triste legaña para qué habría llegado a mí con su frágil vuelo de libélula, tan sin ser, sin belleza, sin triquiñuelas.

        Este Ángel por desvencijado y tierno fue el único que amé. Era mi abuela.


SI QUIERES CAZAR UN ÁNGEL
     
            Si quieres cazar un ángel, y ya prisionero, verlo, contemplarle de cerca –tan  lleno de inocencia y de cielo–, tocarle, hincarle una ala con un punzón afilado o con un tenedor,  consíguete una jaula.

            No una jaula de oro. Tampoco una jaba de gallos. Si no una bonita, de canarios.

            A veces llegan con el crepúsculo. A veces amanecen debajo de la cama. Y ponen huevos. Como las gallinas. Y no, no me refiero a aquellos leves y bellos  y que se semejan a algunas mujeres con las que, de acuerdo con ellas, se hace el amor. No. Me refiero a aquellos Ángeles emplumados y lindos. Y con las alas que brillan al sol.
       
            A veces se alejan al volver la aurora. Les molesta un poco la luz. Y más aman las sombras. Tímidos. Un tanto homosexuales. Poquito cínicos. Algo desgraciados  son los Ángeles.
       
            Yo atrapé una vez uno. Pequeño como un loro. Hablador como él solo. Admirador de Busch, Hitler, Pele y Cristo, por supuesto. Lástima que por esos días no se me había ocurrido lo de las jaulas. Por esos días me molestaban otros seres, más dulces y pequeños. ¡Y cayó en una de las ratoneras! No me hizo ni un solo milagro. Ni su vida entre mis manos duro más de una hora.
           
            Por eso si quieres cazar un Ángel, consíguete una bonita jaula. No una jaula d oro. Ni una jaba de gallos.
       
            A veces llegan con el crepúsculo.
       
            Y se alejan al volver la aurora.




EL CAZADOR DE ÁNGELES


            El Cazador de Ángeles salió con su ballesta.

            La madrugada anterior había bebido Anís del Mono con Ron Pomalca y mala cerveza. Los nervios se le alteraron, a punto de un corto circuito, cayó en estado místico. Poseído por la aureola y el tenue resplandor de ese misticismo que otorgan los diablos azules, preparó la aljaba, afiló las flechas y roció con veneno para ratas y cianuro las puntas aceradas.
       
            Carecía de dinero y le urgía más alcohol y llenar el buche.

            Necesitaba cazar un Ángel. No, no una bella mujer. Un Ángel real y verdadero, que es difícil de toparse con él. Y mucho más difícil cazarlo.
       
            Son más astutos que un zorro; más fieros que un león acosado y herido. La mujer más intrigante jamás tendría más tretas y astucias que él.
       
            Si no: ¿alguien ha cazado alguna vez un Ángel? El Cazador sí.

            Él no los halla en los altares; no los encuentra ni en la frente nívea ni en las espaldas de las muchachas vírgenes. Ni en los conventos. Ahí el Cazador de Ángeles se dio sólo con fetos frescos, preservativos con sangre y con el semen vaciado por algún demonio sobre el vientre y los muslos de alguna monja holandesa.

            A los Ángeles él los halla por los buzones de los desagües; por los cementerios abandonados o por las playas contaminadas, confundidos entre la escoria de las algas, las osamentas pútridas de arañas de mar o entre los nidos y piojos de los pelícanos. Raros pajarracos son, pero existen. ¡Ay de aquél que no cree en su Ángel de la Guarda! Podría darse con él, alguna vez, en la brasa de un súbito remordimiento. Más valiese estar prevenido. Y que no nos sorprenda cogiéndonos a traición, a palos o cadenazos, por la espalda. Ya advertí, son más astutos que un zorro o una víbora cascabel. Hipnotizan antes de embeber y engullir a la presa. Son carnívoros y gustan del seso humano en pecado venial. Les deleita la sangre y los tuétanos de los niños. ¡Cuidado cuando un Ángel te sonríe! ¡Cuidado con tanta hermosura! Cuando la belleza se vuelve en ti tentación, estás acabado.
       
            El Cazador de Ángeles no le perdonaría. Por algo posee zarpas y finos colmillos. Aunque, seamos justos, también los hay buenos y nobles como un bruto, con mansedumbres de equino; o paquidérmicos y dormilones,  pero son muy pocos. Preferible observarlos con cautela, consultarle al cazador de Ángeles. Aunque él a ningún alado perdona. Ni a su dueño   y víctima. Sobretodo si se halla en levitación, poseído por su ángel convertido en vértigo y cegadora luz Le enrostraría todo, sádico y cruel en el acto. El cazador de Ángeles le flecharía, traspasándolo de lado a lado, a aquel incrédulo su  propio Ángel de la Guarda. Y  lo dejaría, para su mal o bien, por siempre desprotegido. ¿Se imaginan qué le sucedería a aquel cretino  que acabase de perder su Ángel de la guarda? ¡Podría perder todo tipo de remordimiento, toda moral, al diablo con tu escala de valores, se convertiría en congresista, gerente prestamista, bancario! La peor forma de ser rata o ángel. Hipotecaría tu vida, te atendería como médico o psiquiatra! Son sus máscaras. Es decir, una forma sutil de ser tu asesino! ¡Capaz de oficiar misa o de violar a su propia madre, vecina o abuela, mientras alza el cáliz o te dicta una receta!
       
            No. El cazador de Ángeles no le perdonaría esos actos. No lo permitiría. Primero muerto antes que permitir que los ángeles proliferen y embarguen como murciélagos nuestros destinos con sus bajos instintos y sus vuelos entrecortados.
       
            El cazador de Ángeles vagó por todos los buzones, plazuelas, playas y mercadillos de chatarra, y se avecindó por los extramuros; se extravió (halló sólo pitillos de marihuana, restos de bazuka, con una que otra pluma de algún Ángel empiojado. Habría que rastrearlo. Sus hedores de sarna en perro inmundo y sin dueño son inconfundibles).
       
            Hasta que dio con él en los Barracones. ¿En donde podría encontrarlo sino  es en el  lugar de los seres más humildes y puros humanos de la tierra?
       
            Lo halló flaco, tuberculoso, medio desplumado y con aires de sufrir rara epidemia; tosía y de sus trompa hermosa caían líquenes aterciopelados y fina baba de diamantes. Pero sus ojos seguían volcánicos y, en fin, continuaba celestial y diabólico por su precioso plumaje de oro, como un palacio gótico erizado, pues sus alas eran gruesas y firmes como rayos congelados en ira y azul marino. Todo un templo hecho pavo real con estampa de obispo caficho o gallo fino.

            Mírenlo. Aquel Ángel se veía desolado, abandonado de su víctima, recientemente baleado por el atraco a un banco. Fumaba un piticlín walterial, de la fábrica Vargas y Machuca. Con todos los síntomas de la depre. Apestaba a boñiga de hiena o a marihuana brava. Y reposaba sobre las ramas de una higuera, amodorrado como un búho, pensando acaso en la hora de marcar tarjeta para retornar al cielo.

            Sin piedad el cazador de Ángeles le disparó la ballesta. La Flecha se incrustó en el pescuezo del Ángel. “Mierda”, logró decir y cayó, pesado, como un costal de papas. Y su mirada más que de amor fue de odio.
       
            El cazador de Ángeles lo alzó al hombro; lo llevó a casa, lo despellejo, lo llenó de aserrín y de alambres (luego de sumergirle algunos días en formol), y lo disecó de manera magistral. Que al final parecía más vivo que antes. Relucía su plumaje con tornasoles de rubí y zafiros.
       
            Entonces fue a la iglesia. El obispo al verlo lo creyó auténtico y legítimo. Como recién bajado del paraíso. Un tesoro vivo pero quieto, como una líquida extensión de su propio humor, con tendones y arterias de su propio estro. Se trataba de una ganga. El obispo pateó alcancía y orinó monedas, más dos aretes de plata y oro en préstamo y lo adquirió barato.
           
            Quien desee ahora lo puede ver. Es un Ángel disecado, real como cualquier tucán de plumaje florido y luminoso. No como esos ángeles de cal y yeso y burdos alambres en óxido.
       
            El cazador de Ángeles, luego de recibir el dinero, volvió a la cantina de Quillca, pidió al chino un anís de mono con tequila y whisky, en un mismo chorro, más dos cervezas con un sándwich de jamón, con kión, cebolla y ají rocoto. Y así volvió a beber y a eructar poemas.
       
            Pensó esta vez en salir a cazar un poeta. 
       
            “Son raros y difíciles de hallar”, se dijo, “pero existen”.         ¿Alguien podría dudar del cazador de Ángeles?
























LA LÁMPARA DEL GENIO QUE SE HACIA DE ROGAR.


       El alegre y pobre pescador frotó la lámpara maravillosa, aquella exótica que recogió de las orillas del mar, cubierta de musgo, algas, pólipos y arena, y no apareció el genio.

       Volvió a frotarla en su casa, en su biblioteca, a solas. y no apareció el genio.

      Era un pescador demasiado pobre, pero ambicioso y de genio terrible.

      Releyó textos antiguos, trasnochó con Las mil y Una Noche en la mano. Pronunció cábalas, fórmulas mágicas. Y llamó, frotó la lámpara del genio. Y no apareció el genio.

      (Era un genio que se hacía de rogar).

Será porque he sido codicioso  se dijo  ¡Al diablo y que la encuentre alguien de corazón bondadoso!

      El pescador, furioso, impotente, arrojó la lámpara maravillosa al abismo de aquel mar, de donde provino.

      La volvió a encontrar una anciana. La llevó a su casa. Una casucha pobre, con una anciana buenísima.

      Ella no creía en lámparas maravillosas, ni en genios. 

      Un día la frotó para despojarle el polvo, la arena, como a cualquier objeto. Y tampoco apareció el genio. Colocó la lámpara aquella en un rincón de la cocina. Encima le plantó una vela. Y tampoco, nada.  (Era un genio que se hacía de rogar)           

      Otro día que se puso a cocinar moluscos y cangrejos, de casualidad la anciana tropezó, cayó la lámpara en la olla hirviente. La vieja no se percató de esto. La olla de espesas aguas, burbujeó en su natural hervor. Los cangrejos braceaban vivos. Y la lámpara: ahí te quería ver.

      Ese medio día, la vieja, comió cangrejos. Cuando se dio con la lámpara no le hizo gran caso. Lo que sí le impresionó fue que halló, “¡oooh!”, a un pobrecillo e iluso genio muerto: con el turbante, la barbita elástica, los ojillos de ratón, la alfombrilla y el anillo mágicos, y todo; muerto y bien bien muerto como cualquier otro cangrejo o molusco. Pobrecito.

      Y como ella no sabía ni de lámparas mágicas ni de genios, ni de alfombras ni de anillos maravillosos: también se lo comió.      






                       YO AQUÍ, TÚ ALLÁ.


       Yo, aquí, fiel a ti, en Perú-Arequipa, amor; y tú, allá, en Holanda, Alemania, España-Madrid; y quién sabe, amor.

       Yo, aquí, haciéndote poemas y poemas de amor, amor; y tú, allá, haciendo el amor sabe Dios con quién sabe.                  


LOS SENTIMIENTOS DELICADOS



       Para no herirlo ella nunca le dijo que no lo amaba. (Lo había descubierto con mucho, mucho dolor). Y callaba resignada, con sabiduría.

       Para no herirla él nunca le dijo que tampoco la amaba. (Luego de larga, larga meditada reflexión le dolía haber llegado a esta sombría conclusión). Y también callaba, en digno estoicismo.

       Ella sabia, él estoico.

       Ella callaba para no herirlo porque no lo amaba. Era su gesto tan delicado.

       El callaba para no herirla porque tampoco la amaba. Era su acto de tanta valentía.

       Delicada ella, valiente él.

       Y como nunca lo dijeron, para no herirse el uno a la otra; la otra al uno: toda la vida vivieron felices. 
    

             LA COPA Y EL CANARIO

                              A Nori Rojas Morote.

      Era una copa labrada y fina, de cristal de roca, pero arrepentida de su dueña.

      Años, y nunca le daban de beber.      
        
      Era un canario finísimo, pero prisionero en su jaula también se arrepentía de su dueña; soñaba con la luna flor altísima reflejada en un lago, pero nunca podía volar a su rama y trinarle a sus pies.

      Un día la copa y el canario se entrecruzaron en el mismo sueño. Se hicieron novios. La copa le prestó su corazón libre, pero falto de cariño; el canario le prestó sus alas, pero prisioneras.

      Así, canario y copa, en luna de miel, volaron a la luna. La copa bebió toda el agua de la luna que soñaba el canario. El canario trinó toda la noche, libre enamorado, en el reflejo del corazón de la copa, y se amaron bajo la flor de la luna.










HISTORIA DE UNA VACA QUE SE SUICIDÓ POR AMOR

      El torero cargado de arrojo y odio, desenvainó la brillante espada y se dispuso a matar a Centésimo el toro.

      El toro pensando en un campo de flores y en su vaca gorda como una cereza, henchido de amor, dispuso defenderse del torero.

      El torero era diestro; y el toro Centésimo, soberbio como montaña y de finos pitones, vio que aquél le sería el más hermoso trofeo.

      Centésimo sabía desde crío que este torero, insigne déspota de estirpe gitana, glorificaría sus sueños al verlo ensartado esta tarde de arena y sol entre sus cuernos.

        El torero dedicó esta corrida a la Virgen Santísima y a su novia en el palco, quien le arrojaba rosas fragantes; y él, besando los pétalos, galante, como al aire, le devolvió una.

        Centésimo el toro, había dedicado este encuentro a su vaca, y él, tan sólo la lamió con amor, como bestia y como amante.

      Al darse la estocada, el toro -Sol oscuro en banderillas y penas- ensangrentado de muerte, incrustó las filosas astas y paseó en los aires gloriosos y en la humillada arena el cuerpo del malevo diestro.

        Pero el diestro, genio de la estocada, ya había incrustado de muerte la infalible espada en el lomo y el corazón del valiente y enamorado toro.

      Muerto el torero, soltó el alma y, solo, muy solo, se hundió en el cementerio -lo esperaba el infierno por esa absurda soberbia y el tan inútil rencor-; su novia ni fue a verlo en el sepelio ni derramó lágrima ni vistió de negro.

      Muerto el toro, abrió sus alas y voló al cielo; lo esperaba su vaca que se había suicidado por amor.












MONÓLOGO DE UN SUCIO SAPO
CROANDO BAJO LA LUNA

        ¿Y si de repente soy un príncipe azul a quien hechizó un hada madrina perversa? ¿Y si de repente hay una princesa que vive desvelada de amor por mí, esperando mi retorno, prisionera en la torre más alta de algún palacio?

        ¿Y si de repente soy dueño de un palacio, de un castillo, o el bravo general de un innumerable ejército que me espera para dirigirlo? ¿Y si soy -el más terrible y bondadoso de los soberanos-, dueño de una alfombra mágica, de una lámpara maravillosa y de los cofres con los tesoros más codiciados?
       
        ¿Y amo y señor de una Dulcinea del Toboso, de la Beatriz de un Dante, de la Margarita de un Fausto o de una dulce Ofelia de un Hamlet? ¿Quién podría saberlo? A veces sólo me arrojan piedras, cáscaras de fruta: “¡Fuera sapo! ¡Palos con él!”

        Se precisaría que alguna muchacha bella viniese a darme el más dulce beso para rescatarme del conjuro?
       
        Siento que van pasando los años, cien, doscientos; tres siglos, cuatro. Y nunca oí que una muchacha enamorada de mí, alguna princesa no importa que muy pobre, guiando un coche de calabazas y caballos blancos, viniese por aquí en lágrimas, a buscarme, preguntando por mi nombre que ya olvidé. Ni siquiera alguna ranita.

        Pero yo, lleno de amor, sigo esperando.





UN CAZADOR INFALIBLE Y DEMASIADO FAMOSO


A Zeins Zorrilla & Ena.
      Ayudó al exterminio de los rinocerontes. Y de los leones, de los gorilas y de los nazis. Y tal vez de las ballenas, los cachalotes y los tiburones. Cazó a las mujeres más bellas. cazó boxeadores. Cazó catchascanistas. Cazó novelas. Cazó Fama. Cazó fortuna. Volvió a cazar a las mujeres más beautifooll. Y para demostrarles a éstas su pericia: una noche cazó la luna convertida en una fresa en una copa de un licor cualquiera (y como estaba ebrio: cazó la fresa, la copa y a la mujer que quiso con un solo arponazo de su infalible lengua). Cazó éxitos, aclamaciones, elogios, artículos. Y cazó la primera Gran Guerra. Cazó 237 heridas de metralla y esquirlas. Y la gracia cazó que le volaran casi los testículos.

      Cazó una Guerra Civil en España. Cazó toreros. Cosos, cabriolas, espadas. Cazó a Ava Gardner. Cazó a las estrellas de Hollywood. Cazó a Picasso, a Pound, Gertrude Stein. Y volvió, gran cazador, a cazar la Segunda Gran Guerra. Cazó una pipa, un anzuelo, una caña de pesca, el más hermoso delfín. Cazó más heridas: cazó dos accidentes aéreos. Sobrevivió de milagro, con muchos huesos quebrados, por ejemplo.

      Un día se dijo: “¿Qué me falta cazar?”

      Cazó una botella de whisky. Cazó editoriales. Cazó reyes, príncipes, súbditos admiradores. Fueron sus trofeos. Cazó los premios más humillantes: menosprecio y depresión; alcoholismo y derrota. Cazó un pez aguja. Cazó además docenas de críticas ponzoñosas. Decían, por ejemplo, que como novelista escribía como escritor apagado. Que sus últimas merecían el tacho del basurero.  Cazó la vergüenza. Cazó el deshonor. Acaso el hambre, la escasez del dinero. Cazó el Time. Y, desde ahí, cazó el Pulitzer, el Nóbel del sueño.

      Un día se dijo: “¿Qué me falta cazar?”

      Cazó otra botella de whisky. Cazó residencias. Cazó más money. Cazó potros, medio centenar de gatos, docenas de gallos de a pico. Cazó periodistas, acosos, reportajes, asedios. Empezó a ser él el cazador a quien todos querían cazar. Cazó estrés, más alcoholismo, más Fama, más asechanza. Cazó pastillas, cazó siquiatras, cazó médicos. Cazó más whisky.

      Un día se dijo: “¿Qué no he cazado? ¿Qué me falta cazar?”

      Cazó intentos de suicidio fallidos. Cazó espejos. Diablos azules. Males hepáticos. Cazó presiones arteriales. Cazó tensiones cardio vasculares. Hasta que una mañana viéndose en el espejo (en el que tantas veces no se había reconocido), se dijo en un deslumbramiento: “Conozco a esta fiera de mirada inteligente, acechándome.”

      Colocó el cañón de su arma de cazar rinocerontes, en su propia boca. Apuntó hacia el cielo del paladar donde dormitaba su ángel protector ahora gordo como él y beodo como un palomo viejo en la rama del árbol  -pero que él imaginaba a la fiera que le saltaba encima-. Apretó el gatillo con el dedo gordo de su pie.

      Lo demás ya todos lo sabemos.

     








LOS SONIDOS HABÍAN
HUIDO DE CASA

      Los sonidos habían huido de casa.

      Todo parecía flotar, como en una extraña pesadilla, en el vacío, en la nada, en el silencio.
   
      El gato maullaba sin maullido. El perro ladraba tras la ventana sólo abriendo las fauces y sacando la lengua, pero sin ladridos. Ese día los seres y las cosas se habían olvidado, desde muy de madrugada, de ponerse los sonidos.

      Y el viento, incoloro y fantasmal, ahora golpeaba la ventana y los cristales, mudo, afligido, con dedos transparentes pero sin hacer ruido.

      Algo andaba mal en el mundo que se había olvidado, ese amanecer, de poner a funcionar la maquinita de hacer el trino en el pico del pájaro y el croar en el amable canto de la rana allá, en le riachuelo.

      El hombre, en ese vacío donde las cosas estaban sin habla, sin movimientos bruscos, sin ruidos pequeños ni grandes estruendos, estremecido, sintió que era el fin. El fin del mundo o de algo.

      Pero continuó con su labor.

      Ante su mesa de trabajo, frenético, apasionado, sabio, profundamente sabio e inspirado, murmuró: "vaya, otra vez; tendré que volver a inventar los ruidos. Esto no puede continuar así, es monótono el mundo." Y pergeñó cientos de signos y cosas sobre las hojas.

      Y hasta pareció que el mundo hacía silencio, ahora, para que él tuviera paz. Una paz donde las cosas parecían que enmudecían y, de repente, paralizaban.

      Así acabó su texto. Suspiró, sonrió. Concluía también la fiebre de los delirios y la inspiración.

      El hombre sería luego uno de los más amados en el planeta, cuando todo se normalizó. Había concluido la que sería su célebre Novena Sinfonía, en la más conmovedora sordera.





1 comentario:

  1. Varios de los textos aquí reunidos los leí en un manojo de hojas mecanografiadas que me regaló Cronwell en una visita que hizo a Arequipa. Los disfruté intensamente, y varias décadas después los encuentro casi de casualidad en este blog, cuando ya solo guardaba fragmentos en mi memoria. Los tesoros existen, pero tal vez los escondidos somos nosotros.

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