viernes, 7 de marzo de 2014

MONTACERDOS de Cronwell Jara Jimenez


“Diáfano y trágico ese verso tuyo...

Un lirio intruso en tu pantano”.    

                                                                                  Martín Adán.


     Antes que Yococo cabalgara con maestría nunca vista su cerdo el Celedunio, en la carrera de cerdos; antes que los caballos de la policía le quebraran los huesos y fuera llamado por ahí como el inmortal; la llaga de su cabeza todavía era tan pequeña que jamás imaginé que una picadura de araña iba a lograr una herida capaz de inundar de podredumbre el mundo, es decir, lo que se llama este infierno de desmonte y chozas, chiquito como piojo, que cuando se pregunta cómo se llama: ah, sí, el pueblo, dicen, se llama Montacerdos.


                                                *



          No sé de dónde habíamos venido ni adónde habíamos llegado. Mamá cargando su ruma de palos y cartones; Yococo jadeando apenas, debajo su ruma de carrizos y costales. Eso era todo.                                                                               

          Traíamos nuestra casa en hombros.

          Caía de cielo, como ahora, una agua finita, bonita como pluma de paloma. Era muy de noche. Y hacía frío y yo tenía miedo de que nos piquen y coman los ojos las lechuzas, que nos salten los ojos de los muertos que yo veía, y nos arranquen el corazón.

          Harto caminamos por cruzar la pampa de Amancaes, casi a tientas. Yococo imitando el canto de las aves malagüeras y yo aferrándome a la falda de mamá. Mamá escupía ajos y víboras maldiciendo las lechuzas y Yococo volvía a imitarlas hasta reírse por la cólera de la maldiciente. Me acuerdo que sin soltar la ruma de palos y cartones que llevaba ella al hombro, pujando y pujando, le dio un leñazo a Yococo: calla, guanacu de mierda, loco, calla. Y lo hizo llorar, haciéndole agarrar desesperado y aturdido su fea cabeza llagada, revolcándose de dolor un ratito ahí en el suelo, para luego apurado ponerse en pie y seguirnos llorando, llorando. Sentía calientitas, hormiguearle sus lágrimas como mías, y si no me dolía la cabeza me dolía el corazón, mitad miedo mitad pena. Y sin bulla, agarrada yo de la falda, siguiéndola, también lloraba arrastrando mi costalillo de dormir.

          Como si hubiesen olfateado difunto en la entrada del barrio los perro salieron a ladrarnos. En alboroto de aullidos y rugidos nos cayeron, nos cercaron con las fauces hechas un ventarrón de pualambres cerrándose y abriéndose, queriendo despedazarnos. 
         
          Sentí un sacudimiento y desgarrón sobre un tobillo y grité abrazándome entre las piernas de mamá. Sentí más miedo que con las lechuzas y los ojos de los muertos que antes nos habían mirado. Yococo con un palo enfrentó a los perros y les dio a muerte hasta medio quebrarles los huesos a dos de ellos; mamá, sin poder moverse por mi culpa, requintándoles y requintándome la madre, a pedrada limpia alejaba a otros que huían con algún hueso roto, gimiendo acobardados. Ya, carajo, ya.  Alcemos la quincha, ahora. Chillaba la colérica. Aquí nomás, sino los perros nos comen. Nos jalan las tripas. Yococo volvió a reírse.

          Mamá arrojó al suelo la ruma de palos y cartones y alzó nuestro pequeño laberinto de colgajos.

          Yococo fue el centro del espectáculo en la mañana que nos aguaitó ahí mismo. Las  calles despertaban bostezando debajo del fango. Y como desde debajo aparecieron un montón de hombrecitos. Con ojos sobresalidos le rodeaban, le tocaban despacito por ver si era de verdad, si era humano; condolidos, mofándose de él, riéndose con pena, mirándole los harapos y la llaga pestilente que reventaba en su cabeza. A aquellos se les derretía en los ojos: ¿cómo era que Yococo podía vivir teniendo tanta llaga, mitad pus mitad costra, tan grande como sandía rajada y casi abierta, deshaciéndole la cabeza? Pero Yococo se divertía más riéndose de todos aquellos que lo miraban embobados y les arranchaba los panes que traían en la mano, sin que los hombrecitos se quejaran. Lo creerían un muerto. Un muerto vivo. Un muerto vivo pudriéndose. Un inmortal. Y que se burlaba de los seres vivos. Y Yococo parecía saber lo que los hombrecitos pensaban de él. Y para hacerse admirar más, abría su monstruosa boca de piraña tanto que se le veían filudos y cariados todos sus sobrepuestos dientes, para susto del mundo. Yococo les mostró una caja y aparecieron seis alacranes vivos y cuatro cucarachas muertas. Les mostró una lupa de aumento y, a través del vidrio el mundo se hizo escándalo y magia; los alacranes, gigantes, se trenzaban con descomunales y acorazadas pinzas como bestias prehistóricas, tal como vi en un álbum hallado en la basura. Metió la mano a un bolsillo y sacó dos pericotes, uno muerto y el otro medio muriéndose. Luego fue a casa y sacó su botella preferida con cientos de arañas y moscas vivas peleándose dentro;  la lupa hizo ver un horrible remolino de alas y telarañas alborotadas, un universo con puentes de hiloaraña y planetas alados. Luego, se puso a soplar su vieja trompeta, horrible, asustando a los perros. Y lo creerían un muerto. Un muerto vivo. Y entonces, pasada la sorpresa, acaso pensarían que Yococo era en verdad bien raro. Le preguntaban: ¿te duele? Y él decía que no y se reía señalando con su dedo de muerto a quien le hubo preguntado. Y lo creerían mago, brujo, difunto, feto, demonio; y volvía a arrebatar una naranja, un limón con sal, dando saltitos y carreritas rápidas y cortas; a quien le hizo la pregunta le arranchó una manzana de su boca y la metió en el bolsillo de ratones. A otro le arrebató una tajada de tomate con azúcar. A mí me dio el tomate y lo empecé a lamer y desbrozar con mucho placer. Entonces estos hombres chiquitos supieron que éramos hermanos. Y que no tendría yo nada de raro. Sólo unos huecos sangrantes sobre el lodo de mi tobillo rodeado de moscas, y que cojeaba. Y que Yococo no sentiría dolor por sus llagas y que éramos una familia muy pobre. Rara familia de muertos. Muertos vivos. Pudriéndonos. También familia de magos, brujos, difuntos, fetos, demonios. Hermanos con cucarachas, ratones y alacranes. ¿Eso pensarían? No sé; pero Yococo parecía sentirse dueño del mundo.

          Mamá apareció como un espanto, sorpresivamente, con los ojos saltados, alegres. Salió de una calle y nos trajo algo que nunca habíamos saboreado para nuestro gusto. Una olla chata llena de leche, humeante y aromosa. Mamá Griselda sonreía como el rostro de una tarántula podría sonreír. Nos llamó a casa y la seguimos. Nos siguió también el montón de ojos y bocas abiertas de los hombrecitos. Parecían moscas. No podían creer que vivíamos apretados a una pared, como arañas. Creerían que habríamos aparecido de la noche a la mañana como de milagro, difuntos, como detrás del aire, hechos de aire, traídos por el aire. Hombres y mujeres de lodo, caras de estropajo, mugrosos, legañosos, con cientos de mosquitos picándoles los párpados, espantándolos; querían ver más sorpresas. Y mamá: ¡fuera!, ¡largo!, los corrió. Los hombrecitos volaron, deshilachados, desplumados. Y volvieron, mocos verdes y ágiles, mocos jadeantes y con miedo propio. Chillaban como pájaros alborotados. Mamá Griselda agarró un palo, se levantó y amenazó seguirlos. Corrieron desesperados como huyendo de una momia, entre risas menudas, melosas. Y de lejos, ya vueltos a agruparse, cogieron piedras, cogollos de cebolla, latas de leche. Los arrojaban como podían al techo de nuestra choza que nos protegía, y gritaban: ¡locos! ¡Locos! Apareció una mujer delgada y oscura, con una tabla en la mano: ¡largo de aquí, animales! ¡Vayan a refregarse los mocos! Capturó de dos trancos a un negrito: ¿y tú, negro chivillo, quién te dio permiso para que saltes a fregar a la gente? Y con un solo brazo lo levantó en alto, sujetándolo de la camisa, y le quemó las nalgas de un tablazo. Así en alto se lo llevó como si aquel hombrecito granito de arroz pesara y oliera a cosa que no olí.

          Silbando la noche, mamá Griselda encendió una hoguera y desapareció el mundo alrededor de la candela. Yococo había cruzado la alambrada que da a la chacra y había robado unos choclos ya dientones y olorosos. Antes, había cazado  dos cuyes tal como mamá le había enseñado. Ahora ya sé que a esos cuyes los llaman con otro nombre horrible, lleno de cerdas y maloliente. Los chibolos se reían porque yo los llamaba cuyes. Y no se llaman cuyes, me decían y se tapaban la nariz y boca, con asco. Bueno, a estos cuyes esa noche Yococo ya les había quemado las cerdas. Ya les estaba quitando las vísceras cuando a una de ellas se le descolgaron vivitos, mojados y gelatinosos, cuatro críos que desesperaban por querer vivir estando atados entre las tripas de la madre. Mamá Griselda los pisó con el talón:  Dios nos pisa a todos. Al cielo iremos.

          Recuerda: tú te sientas sobre una piedra y esperas con un palo en alto hasta que asomen los pelos de la trompa, en su cueva. Contienes la respiración, quedito, ¿oyes? Y cuando aparece el animal, te recoges en tu garrote y ¡zas!, ¡zas!, ¡chirrr!, tú le zampas sin pena, ¡chirr!, así se queje. Porque es una necesidad hacerlo, porque si no morimos, porque alacranes y cucarachas son feos para comer. Y no te rías o te doy a ti un palo y te zafo los sesos. Tienes que aprender a ganarte la vida, porque vas a ser hombre algún día; irás a la escuela, a la universidad y serás doctor y curarás mi úlcera. Y tú, Maruja, bonita, niñita, serás flay joster y volarás en avión a Cuba.

          Pero ahora que los hombrecitos han vuelto a armar la choza, tampoco sé qué hago aquí, sola, rodeada de esos ojos que fosforecen y me espían. Me había olvidado que esto era una madriguera. Otra vez este amargor salado y espeso en mi boca. Mejor estaba al lado de las palomas. Ahí, yo a nadie molestaba. Y mentira, mentira era que me comía los huevos y mataba los pichones. Porque yo quiero mucho a las palomas. ¿Cómo iba a comer a mis hermanas?

                    Esa noche comimos cuyes y choclos fritos y yo ya no iba a vomitar. Vomitaba sólo cuando mamá me forzaba a comer cucarachas fritas. Pero cuyes con choclo sabían rico. Mamá Griselda sabía freírlos. Después supe que la otra gente tenía asco y que no los comía porque las llaman ratas. Pero, cierto, sabían rico, más si les echábamos miel de algarroba que mamá conseguía no sé de dónde. Esa misma noche llegaron a nuestra choza seis policías sobre seis caballos: troco troco. Dos de ellos desde arriba prepararon los fusiles y, bamboleantes,  apuntaron a la choza.  Yococo ocultó su caja de alacranes entre los trapos del pecho, como ocultando una alhaja. Grandes rostros de reptil bajo los quepises, nos apuntaron sin decirnos nada. Sargento  Limachi, baje y vaya a ver. Y traiga a puntapiés a ese cuadrúpedo ..., ordenó el alférez, escupiendo ajos, sacando la pistola, apuntando.  La pistola parecía una hoguera deshaciéndose en su mano. Los rostros, seis hogueras que miraban. Los caballos crinudos, bonitos, parecían llorar candela. Mamá Griselda puso ojos de fuego, sin cólera, y no dijo nada. Espiaron las cuevas de los ojos del sargento, la cueva nuestra, temblaba el arma con borrachera ajena, lista a disparar. No, mi alfe, puaquí nuay. Ese jijo e puta por otro lao habráse íu. Y se fueron troco troco los caballos, hijo de puta, bala en el culo si lo vemos. Yéndose ya los alcanzó la voz de un hombre, hizo detener las bestias. Mire mi alférez, ésa que ve es mi casa. No, ese muladar no. Es que esos locos nos han invadido ahí. Son peligrosos. En ese lugarcito quiero alzar mi jardín de mastuerzos. Lárguelos pues. Que se vayan detrás de los cerros, allá hay espacio. Nadie los molestará. Y el alférez, perfil de víbora, volvió a hacer andar el caballo. Los otros lo siguieron. Le dijo el alférez que no estaba comisionado para botar a nadie de su choza, que de qué se quejaba si también había sido invasor de tierras alguna vez. El hombre protestó diciendo que en este barrio nadie había sido invasor. Que el gobierno regaló las tierras. Y el alférez le dijo que se queje ante la junta directiva del barrio. Que otros nos saquen. Yo a los locos los saco a patadas. Y el alférez: si tú los sacas como dices,  a patadas, juro que te arrastro de los testículos y te meto preso si no te he ahorcado. Indio maula. Luego empezó a garuar finito. Lindas, costureras agujas de agua. Con gusto oí caer cada gota. Luego, al rato: ¿maula? Ya verán si no saco a estos puercos.

          Por esos días los chibolos reían porque Yococo sabía atrapar moscas al vuelo con la boca. Y porque de su boca, al abrirla, salían vivitas, volando.

          Entre tanto, su llaga empezaba a crecerle.

           Sabía Yococo meter zancadillas y tenía más fuerza que el hombrecito más recio. Sabía azuzar con un palito y hacer pelear a los alacranes. Sabía montar cerdos entre los fangales y excrementos de la acequia. Los montaba y los hacía correr espantados como pueden correr los burros enloquecidos cuando se les jala el pelo del rabo. El barrio miraba y reía de este haraposo de mataperrada feliz. Desde entonces muchos hombrecitos aprendieron este hermoso juego. No había chiquillo que no quisiera aprender a domar cerdos. Y correr los riesgos. Tanto que a veces aparecía un duende espantapájaros, Yococo, bajando veloz por una calle, sobre un relámpago de cerdas, negro y endiablado, huyendo perseguido por la dueña con un garrote en la mano: ¡ay de ti si me revientas el cerdo! ¡Ay de ti, Yococo! Y Yococo siempre, encaramado como un gato sobre el cerdo, escapaba hacia la acequia, brincaba los matorrales y se perdía entre las madrigueras de las ratas y los choclales de la chacra. Y atrás: ¡Yocucuuu!, la dueña, ¡maldecíu!, jadeando, tropezando, ¡montacerdu!, ¡carajjj...! Y regresando sola al fin y al cabo: ¡te haré chupar mis medias; lamerme los pies, Yococo! Hasta que el cerdo triunfal regresaba por sí mismo hacia donde estaba su chiquero; y Yococo a la choza luego de rescatarse del charco imprevisto, y escupir el fango amargo de entre los dientes.

          Celedunio, así llamó Yococo al cerdo que una vez, curioso le hociqueó, lo olió y descubrieron que ambos habían sido viejos camaradas aunque sin conocerse. Estaba enfermo. Y la dueña ya lo había arrojado. Si no lo había matado y hecho relleno con perejil y yerbabuena era porque: matar cerdu enfermo, hace parir hijo hocicudo y marrano. Celedunio parecía un carromato de huesos, más costillas que pellejo, tanto que parecía haberse tragado una docena de llantas de bicicleta con rayo y jebe. Los aros del costillar soportaban un cráneo orejón y un hocico de perro fiel, que daba pena. Celedunio, llamaba Yococo; y el cerdo, triste, mosquiento como el dueño, sacudía orejas  y se le acercaba. Y qué sería que hicieron tan rara amistad que el cerdo curó la peste. Celedunio entonces empezó a ensebarse tanto que un día más y te almorzamos, Celedunio, llegó a asegurar mamá Griselda. Y Yococo con Celedunio desaparecieron desde ahí por varios días. Mamá Griselda, arrepentida, los buscó llamándolos y llorándolos día y noche: ¡Yocóoocooo, in, in! Mentira es...! In, in...., gritando perdida y desolada entre los choclales, ¡Celedunio! ¡Celedúuuuniiio, vuelvan pue, mentira es! In... Hasta que mamá misma los vio venir una tarde. Yococo le dijo molesto, abrazado del Celedunio en el que llegó cabalgándolo: ¡Celedunio, caca!, mamá. ¡Celedunio no es jruta! Y mamá Griselda abrazó a cerdo y a hijo, y lloraron. Y desde entonces a Yococo se le vio montar sólo en el Celedunio. Tanto que el cerdo perdió grasa y volvió a ser el mismo cerdo huesudo y de grandes costillas, sólo que esta vez grueso y brioso.

          Por ese entonces empezó a vérsele a Yococo  cada vez más tembloroso y huesudo, hecho como a pedradas, y pálido porque la herida le empezó a crecer y crecer. Sus pocos pelos se enraizaban como a la mala entre las costras. Parecía que respiraban sólo dolor y que sufrían por su dueño, con dolor de gente. Pero que para su dueño ese dolor ya no lo era. Con todo así, su cabeza llagada colgaba a veces meditativa, como cabeza de gallo con peste, cuando se sentaba sobre una piedra, al pie de una cueva de ratas. O como la cabeza de esos gallos de pelea, que de tanto picotazo y por tanto haberse sangrado los mofletes hasta zafarse los picos, luego se ven así, como descarnados y puro espanto. Pero, gallo pica a gallo y a Yococo nadie lo había picado sino era una araña, cuando chiquito, hacía años atrás, y la herida que le quedó infectada le lloró hasta crecer y crecer como tarántula de pus chupándole el seso, para chisguetearle, fino, un hilito de sangre de cuando en cuando. Y mal oler. Insoportable. Como si una docena de pejerreyes se le estuviesen pudriendo dentro de las orejas. Y mamá Griselda decía: la araña era el dijunto brujo de tu padre, Yococo. Si no araña, se hacía zancudo. Si no zancudo, se hacía alacrán. En todos ellos podía vivir el dijunto brujo de tu padre. Creía que tú no eras su hijo. ¡Borracho desconfiau!. De todos modos te hubiese picado.

          Esta es la manada de locos, señor presidente, véalos usted. Fue cuando entonces nos visitaron dos, tres hombres altos como escaleras, mucho más altos que Yococo  sobre el Celedunio. Tenga cuidado, presidente, podrían ser peligrosos. Colmillos, quijadas de perro. Le ladraron a mamá que saliera y deshiciera la pocilga porque peligraban nuestras vidas. Que el ómnibus de la línea 22 podría aplastarnos como a tarros de basura. Que estábamos invadiendo una zona prohibida. Que buscáramos otro lugar. Estos ladridos los daba el presidente. Un hombre gordo, ojos de pajarraco, cara de pez; traía papeles en la mano, y mostrándoselos a mamá Griselda: usted, además, no está registrada, está dando un mal ejemplo cívico al vecindario al alzar así su empalizada. Esto no es un zoológico. Tiene que hacernos un oficio, botar ese cerdo, salir de aquí y esperar. Tal vez le encontremos un lote. Mamá le rogó entonces, les dijo que estábamos enfermos, que tengan paciencia, que ya nos íbamos, que no molestábamos a nadie. Pero el dueño de la casa donde se apoyaba nuestra choza, chilló: pero si son sucios como ratas, las comen. Están convirtiendo en madriguera y chiquero de cerdos mi propia casa. Nos van a pasar la peste bubónica. Mamá insistió suplicándole a aquel gordo cara de pez. Y este, como para hacer valer su alto cargo: nada. Sin lloros. Se me largan de aquí no sé adónde, ¡ya! Tiene sólo una semana de plazo.

          Esa misma mañana mamá Griselda  volvió a traer la olla llena de leche. Era de leche en polvo. Traía también muchos panes. Todo esto, lo supe después, lo daban en el club de madres pobres, recién fundado. El gobierno en un camión les traía todas las mañanas cuatro porongos de leche y dos bolsas de pan para repartir a todos los niños indigentes. Y mamá iba ahí todas las mañanas de esos primeros días. Logró hacerse conocida y estimada porque lavaba bien los pocillos del club y porque sabía barrer el local de madres. Entonces nos llegó  más leche y guardábamos para el resto del día, allí en unos tarros, en tanto que a la olla se la ocupaba en otra cosa especial. Mamá cuidaba que en el club no supieran que cazábamos esos cuyes de monte.

          Feliz  Yococo el domingo cuando  sacó su trompeta y sobre el cerdo Celedunio  se puso a seguir la procesión de la Virgen de Santa Cecilia, patrona de los músicos. Ebrios, bamboleándose iban tocando los músicos, detrás del río de las mil velas de la Virgen. Yococo maltocaba y ¡chin, chan! chatarreaba con los ebrios. Mamá iba con un periódico por manto en la cabeza. Los quepises de los músicos se bamboleaban al compás del estruendo de la banda. Al día siguiente, Yococo encaramado entre las altas ramas del pacae de la acequia, tocaba feliz un huainito ahora en clarinete. Arriba, parecía levitar en la luz de su canto,  entre las flores amarillas y los picaflores. Un ancho quepí le cubría las llagas. Decían que un señor gordo estuvo tan bebido (y apenado) que había regalado a un leproso el quepí y el clarinete. El señor gordo resultó siendo un músico de la banda; el leproso, Yococo. Eso oí. Las calles hablaban. Las lenguas parecían tener ojos. Y así vi a Yococo entre las altas ramas, encaramado. Como pájaro enamorado. Tocando jugoso su clarinete, salpicado de picaflores entre las flores que amarilleaban. Tocaba tan bien el huainito, tan alegre, que la gente decía: pero, ¿se ha vuelto loco el loco? ¡Mírenlo arriba, aleteando feliz como un pájaro! Sí. Sí, como un pájaro. Nomás le faltaban alas para volar.

          Pero cuando nos incendiaron la choza se nos hizo tierra la boca. Brasa candentes los ojos. Tragamos polvo, ceniza y lodo. Fue una tarde cuando mamá, Yococo sobre el Celedunio, y yo, volvíamos de la pampa, cada quien con su ruma de leños al hombro. Cuando vimos que el infierno estaba ardiendo sobre los leños de la choza. De seguro, puesta la máscara de yeso, tocando tambor y haciendo fiesta, el diablo bailaba detrás de la candela. Era la hoguera tan alta y brava que parecía surgir desde el fondo de la tierra, saltaba como puma, rugía la candela y parecía quemar las nubes,  puentes y los torreones del cielo. Increíble era ver cómo tan pocos palos hacían tanta llamarada, que hasta  amenazó con incendiar la casa del vecino que no nos quería. Ya habían pasado dos días más de la semana del plazo y aún no nos habíamos ido. Y si no se quemó la casa del vecino que nos odiaba fue porque sus paredes eran de ladrillo y barro. Corrimos: mamá con su ruma de palos, Yococo sobre Celedunio, yo con el corazón ya en incendio. Afligidos, los vecinos procuraban ahogar el fuego que amenazaba  incendiar el barrio, el aire, las piedras, la tierra, y hasta el agua parecía asustarse. A fuerza de pala arrojaban tierra, gritaban: ¡Coño! ¡Tierra! ¡Coño! ¡Agua! Y escupían, tosían. Y preguntaban: ¡Coño! ¿Gasolina? Sí. ¡Buena gasolina! ¡Y bien que huele! ¡Cómo! ¿Y quién fue el dañino?  Y otros arrojaban agua en latones, traída desde la acequia, pasándola por sobre los linderos y la alambrada de la hacienda. Y, luego, sólo pudimos salvar unos costales que los sacamos hechos brasas humeantes y agua de excremento. Y entre éstos unos ratones y alacranes achicharrados y el revoltijo de vidrios de su botella de moscas con arañas carbonizadas. Al retirarse los vecinos quedamos de repente solos, como en otro mundo pero más grande, como embotellados. Tristes nos dejaron. Pensativos, dolidos. Pues ahora me sentía observada por miles de ojos como desde fuera de una enorme botella de arañas tamaño del mundo. Mamá Griselda se puso a maldecir y a renegar de nuestros vecinos. Hasta que oímos la risa de ganso feliz de nuestro vecino del odio, dentro de su casa. Mamá decía que seguro él había sido el culpable. Y a más gemido de mamá Griselda, más reía el vecino, con voz ronca, desaforada: ¡jáaajjj, jáaajjj jáaa! ¡Les advertí, putas,  ja, ja...! Y su risa se nos incrustaba por las orejas, nos chamuscaba los pelos, los huesos, el cerebro. Inexplicablemente Yococo también empezó a reír bajito, con felicidad incontenible. Detrás de los palos humeantes se bajó el pantalón y soltó un alegre mojón sobre una lata, se subió los harapos y fue con ello a embarrar la puerta del odiado. Al rato que nos fuimos, una vecina dijo:  ¡y cayó pues la pared sobre la borrachera del compadre! ¿No ven cómo el agua del incendio le mojó, ola tras ola, el barro del ladrillo?  Le cayó, lo aplastó. Y ahí lo ven, vivito y coleando como pato. Recién salidito del agua con caca, jéee, jéee je.

          Amanecimos detrás de un quiosco de madera. Levantamos la casa en un cerrar de ojos. A oscuras, cuando nadie nos veía y no podría molestarnos. Pero ahí hacía mucho frío y los ojos de las ratas me daban miedo. Cientos y cientos de ratas habían llegado a vivir debajo del quiosco mucho antes que nosotros. Las pulgas nos picaban, el frío mordía y no dejaban dormir. Y zumba y zumba dándonos su negra serenata toda la noche los zancudos. Sólo Celedunio se divertía devorando ratas. Y en los días venideros, en el club de madres discutían si la loca y sus hijos podrían o no vivir dentro del local. No discutían si mamá sabía barrer o no, o si sabía lavar pocillos o no; discutía si mamá Griselda era o no era loca. Si era loca como aquel Yococo y su cerdo, no podría estar en el local. Finalmente, por mayoría de votos, decidieron que mamá Griselda no cuidaría ni viviría en el club de madres.

          Mamá Griselda a veces escuchaba un silbido que pronto se nos hizo familiar entre las sombras de la noche, y salía sigilosa, sola. Seguía al silbido y nos abandonaba con el Celedunio por largas horas. ¿Adónde iría? Resultó que desde entonces mamá retornaba a veces apestando a licor y vómito. Y una mañana le vi marcas de mordedura en la mejilla y el cuello. Y una noche un borracho tiró una piedra a la choza y se largó riendo y diciendo: ¡adiós, culito de ángel, culito de licuadora, culito de picaflor! Y cuando con mamá íbamos por la pampa de Amancaes, no faltaba alguien que le gritaba de lejos: ¡adiós, culito de chupajeringa! Y mi madre le contestaba colérica: ¡Vete al diablo, nariz de iguana! ¡Cintura de papaya! Y, el otro, siempre lejos: ¡adiós, culito de flor de Amancaes! ¡Culito de palito de diente! Y mamá: ¡qué tienes, nariz de cebolla! ¡Cara de cincuenta centavitos de maní con cancha! Y agarraba una piedra y correteaba. El hombre, viéndola ir hacia él, encaramaba el cerro y se perdía riéndose entre los espinos resecos de los negros mojones de gigante y las lagartijas espantadas. Y ya desde lo alto del cerro: ¡Me rindo! ¡Me rindo! Y mamá regresaba escupiendo, chuf, chuf, el suelo. Y nos íbamos de nuevo; pero ya más lejos, atrás oíamos: ¡Adióooss, adióooss, culito de zoquete! ¡Culito de tallarín!

          Y sufría mamá Griselda por la mala destreza de no saber curarle a Yococo. ¿Cómo quitarle la maldición del dijunto, puéeess? Y con su saliva le limpiaba las legañas, acariciándolo. Luego, conteniendo el asco y la respiración se acercaba a esa charola de pus y pelos. Le limpiaba herida por herida con orines tibios de ocho días, del mismo Yococo, hervidos antes con hojas de yantén y yerbabuena. Pero la cosa iba cada vez peor porque Yococo se quedaba mudo y sonso a veces. Sonámbulo en cualquier lugar. O se sentaba ahí arriba sobre el lomo del Celedunio y el fiel cerdo lo paseaba por la acequia o los desmontes, ignorando su mal. Que daba ya apariencia de difunto. Y yo veía que se iba muriendo en pie, sin quejarse, chupado de pellejos, que se le hinchaba la cara, la cabeza, y que ahora se le notaba como nunca el esqueleto hasta vérsele más flaco que aguja de arriero. Que parecía más difunto. Que se muere. Que se muere mi gorrioncito. Íbamos entonces mamá Griselda y yo por los basurales confundiéndonos pronto en un bosque de revoltijos pestilentes, en un mar de ratas envenenadas y gatos agusanados por todo lugar. Y nos poníamos a escarbar compitiendo y peleando con perros vagabundos, gallinazos destartalados y las muchas garras de mendigos hambrientos, en donde gusano, gallinazo, perro y gente, valíamos la misma nada. En donde la vida no valía nada. El calor hediondo del fondo de la basura nos ahogaba mareándonos con su tufo de pestilencia, taladrándonos el cerebro, haciéndonos ver pesadillas y murciélagos entre las galerías de los pulmones. Y eran murciélagos de peste, que revolaban, se hundían por los tuétanos y chillaban desesperados y tristes en nosotros dentro, en ese oscuro donde cae, cae en goterones la pena. Pero seguíamos. Buscábamos fierros y vidrios que juntábamos en cajones y latas para venderlos al señor del triciclo que nos compraba esas cosas. Pero, ¡nos pagaba tan poco!, que no alcanzaba gran cosa para comprar medicamentos para Yococo. Mamá Griselda entonces volvía a llorar viendo a su hijo más chupado por las fiebres y más hinchado por las llagas, cabizbajo y muriéndose en pie: que no se muera mi niño. Dioooss, salvalóoo. Y luego lloraba a gritos, aullando, y la gente que la oía, la creería también bruja. Yo me asustaba. Y con mucha pena hundía mi cara entre los harapos de su falda y lloraba con ella, bajito, sin que se me escuche. Ella de cólera se ponía a comer tierra. Se bañaba con ceniza la cara. Y lloraba así, arañándose la cara y jalándose con rabia los pelos.

          Ese domingo bajo un sol de oro fuimos a la iglesia en hora de misa. Mamá nunca pidió limosna. Fuimos los tres a rezar por Yococo. Y el cerdo Celedunio nos seguía, no quería regresar a casa. A la hora de hostia los vecinos hacían fila, cruzados de brazos, limpios de piojos y olorosos. Bien peinados abrían la boca y el cura: rubio, mejillas rosadas, cara de ángel, les regalaba una preciosa hojita blanca, casi transparente. Y en los ojos brillantes y tristes de los vecinos, un secreto, la luz de un milagro se cumplía silencioso en lo hondo, entre lluvias de oro fino, rocíos preciosos y pétalos de flores divinas. Rezábamos por Yococo, mamá Griselda y Yococo también hicieron fila y cuando les tocó turno, el cura: rubio, mejillas rosadas, cara de ángel, los miró desconcertado, no supo qué hacer, y luego hizo como si Yococo y mamá fuesen invisibles. No los vio. O era que veía a través de mamá y Yococo, indiferente, santo, faltándole nomás la aureola. Y jamás les dio la hostia. Mamá avergonzada se llegó a mi lado y se puso una hoja de periódico en la cabeza. También a Yococo le puso otra hoja en la cabeza y se la envolvió bien despacito, entre las llagas. Mi angelito... Y Yococo, cabizbajo. Insufrible. Muriéndose en pie. ¿Insufrible?... La perla que se descolgaba de un ojo de mamá, brillaba, me parecía más que perla.

          Mira, abandona tu choza, mujer. Y vente a vivir a mi casa. Eustaquio, mi marido, también quiere. Y jala a tus hijos. Ahí siquiera te protegerás del frío. Siquiera no te comerán los zancudos. Ni te incendiarán la pocilga. Ni te picarán los grillos. No te mearán las orejas los perros. No te morderá la garúa de la madrugada. Los borrachos no te tocarán serenata. Ni tragarás el olor de los desagües. Ni pisarás caca ahí donde el mundo hace. Ni te morderán las ratas. Ni pelearás con los gatos. Ni te zamparán piedras los mocosos del hampa. Hazme caso mujer o se mueren tus críos. Ahí en mi casa los curarás mejor. Te cantarán las palomas. Iremos juntos al mercado. Llevarás nomás las bolsas. Las pulgas ya no tragarán de tu sangre. Ni serán tres piojos a la vista de nadie. Ay, ¡y mira si no, cómo han dejado las ratas el tobillo de tu hija! Purita llaga. Casito hilacha de huesos.”

          Pobre Yococo. Lo encontraron un día sobre el pacae. Parecía ánima en pena. ¿O estaba penando?  Lo vieron los hombrecitos, alto, allá arriba entre las flores amarillas y las ramas. Yococo trinaba su clarinete como pájaro. Imitaba a los periquitos australianos que son amarillos, pechito azul, creo. Imitaba a los loros que llegaban al pacae desde los choclales. Imitaba a los ruiseñores pechito arriba abajo pechito abajo. A los pájaros chigüisa dando saltitos. A los colibríes aunque canten en azul quedito. Imitaba el chíu chíu del halcón. Pobrecito. Imitaba qué bien el croc croc de la gallina clueca. Y el canto bravo del gallo. El canto del pájaro churretita imitaba cuando los hombrecitos a jebazo limpio le arrearon piedras, una oleada de piedras. Y Yococo reía, seguía tocando hasta que cayó a las aguas de excremento y fango de la acequia, desplumándose en el aire como un pájaro. Lo sacaron los hombrecitos de la acequia, casi ahogándose. Mamá lo fue a ver y, a palos, se lo llevó a casa. Lo calateó y lo dejó ahí como a una lagartija, sentado sobre una piedra. Y riendo, colmillos de piraña, ojos de rata, volvió al clarinete. Esta vez se puso a imitar a los pavos. Yococo imitaba mejor que nadie en clarinete, el canto de los pavos. Pobrecito.

     Endilgamos a la casa de la presidenta del club de madres, mudándonos, porque nos llamó. Casi felices dejamos, casi con pena, nuestra madriguera. La presidenta nos dio un rincón al fondo de su casa de adobe. Para mí como que llegaba a descubrir un palacio. Y llegamos al fondo ahí bajo el techo de tablas y aserrín. Al lado de las palomas que para mí eran mágicas. Flotaban. Las palomas empezaron a ser mis vecinas. No sé si me querían pero yo sí. Mamá dijo que las palomas un día me iban a llevar arriba a sus otras casas en donde hay otro barrio como éste sobre las nubes. Con la misma gente pero donde todos somos felices. Que era el verdadero hogar. Que allí yo volaría, pequeñita, montando sobre ellas. Y que Celedunio también volaría, y Yococo sobre él. ¡Y volar me gustaría! Me hacía la idea. Me hacía llorar sin querer.

          Doña Juana para mí, una reina. La quería como a mamá por eso de buena, de reina. Me curó las llagas del tobillo y a Yococo trataba de salvarlo. Al caerse de la acequia, las heridas se le pudrieron peor. Mamá y doña Juana le lavaron las llagas primero con kerosene. Las llagas en la cabeza siguieron igual o peor. Luego, con jabón carbólico pagado por doña Juana, y nada. Luego lavaban las heridas con agua de ruda, llantén y boldo y las rociaba con polvitos de sulfatiasol, y nada. Yococo, sin quejarse, de pie, mudo, como que no sufría. De tanto lavado al fin las heridas, días luego, apiadadas formaron algo de costra y ya no apestaban tanto, y Yococo volvió a ser el de antes. Hasta le empezó a brotar una mata de pelos como cañones de paloma. Y volvió a montar sobre el cerdo Celedunio calle arriba y calle abajo.

                    Yococo  es un hombre que no sufre dolor ni tiene asco a nada, dijo Lolo, el negrito de doña Juana, una mañana en que ella y mamá habían ido a hacer la plaza. A que sí tiene asco, le careó Pablo, el primo: a que no. A que sí. A que no. Y se hicieron las pruebas. Yococo se reía y aceptó las propuestas. Pablo trajo ají rocoto molido, del más temible, capaz de hacer candela la saliva del mismo diablo. Lolo al ver el ají se le saltaron los ojos, pero dijo: como poner un chocolate en la boca de Yococo. Tuve miedo por mi hermano. Le pusieron el ají rocoto en un platito y Yococo feliz por lo que le proponían, riendo, riendo se comió en seis cucharadas todo el ají. Luego, nunca sintió molestia ni ardor alguno en la boca. ¡Guauu!, Pablo, aullando como perro asustado. Y todos quedamos admirados  de que sea demasiado cierto. Y al vernos así sorprendidos, Yococo rió más, chillando hasta la tos y el chillido. Pablo, no convencido, ojos saltados alargó la viborilla de la lengua al plato de ají y la sacó hecha brasa encendida, hasta la lágrima. Tuvo que enjuagarse la boca con agua y jabón. Escupir ochenta veces, rascarse la lengua. También reímos. Luego, en el mismo plato, Pablo puso excremento fresco de perro. Todos hicimos gestos de asco. yo quise vomitar, se me salían las tripas por la boca. No, no, eso no, dije. Tú, calla, loca, me dijeron. Me hundí en el fondo de la casa. Vi desde ahí, tras las paredes de quincha, cómo el fiel cerdo Celedunio hociqueaba por curiosear cómo los hombrecitos bromeaban con Yococo. Quise ser una paloma y no pude. Quise flotar. Cerré los ojos para ser una paloma y como no pude, lloré. Me fui a ver cómo eran los polluelos. Son cabezones, pelados y temblorosos, feos como Yococo; por eso yo quería mucho a los polluelos de las palomas. Y para que no moleste, vi también cómo los chibolos le metían un rocoto pelado en el trasero de Celedunio. Y cómo él huía, para risa de todos, arrastrando el infeliz trasero en el suelo. Volví a cerrar los ojos, y no pude ser paloma.  

                    Salí luego a la calle. Ya felicitaban y aplaudían muchos hombrecitos a Yococo. Lo querían celebrar levantándolo en los hombros. Él se reía y no los dejaba. Yo-co-co, Yo-co-co. Hombrecitos sobre sus cerdos, encaramados sobre zancos. Yo-co-co, Yo-co-co, le coreaban, le toreaban. Divino Yococo. Hombrecitos de moco verde; mocos que subían y bajaban con hélices mariposeando en las narices. Pablo, sin que viera Yococo, me levantó en peso y me metió dentro de la casa. Como le digas a tu mamá, te mato. Te bajo el calzón y te meto un cuchillo; luego, todo el palo de escoba en el poto; luego, te clavo seis ajíes ahí delante, con pepa y todo, como al Celedunio, lo oí decirme. Y como yo no protesté, para probar si era yo loca como mi hermano, me abrió la boca a la fuerza y me hizo tragar un trozo de excremento de él mismo, que él mismo había hecho ahí a mi ladito. Me puse a vomitar y sentí que me moría. Doña Juana y mamá me hallaron regada debajo de la mesa. Y al verme así, como dormida, con las manos y la boca embarradas de vómito y caca, me tuvieron por loca.    

          Un día creí que a mamá la estaban queriendo matar. Doña Juana se había ido sola a la plaza. Mamá Griselda se quedó poniendo las ollas sobre la cocina. Yococo y los hombrecitos no habían. Se habían ido a matar ratas y a montar cerdos. Llegó don Eustaquio, ese día no trabajaba. Vi cómo mamá se defendía a puñetes. Don Eustaquio le forzaba la falda, la levantaba en vilo y la llevaba hacia la cama. Creí que iban a matarla y esta vez lloré fuerte. Pero mamá misma me dijo que me callara, que don Eustaquio era bueno y para prueba le besó la mejilla. Los dos dijeron que me fuera a ver las palomas, que les diera maicito. Y don Eustaquio tumbó a mamá en la cama, la desarmó como a una ranita, la hizo crujir los huesos. Echados volvieron a pelear de nuevo, arañándose, mordiéndose, trenzándose como arañas. Cuando vi cómo enfurecido él le habría las piernas a mamá y le bajaba un trapo, yo me fui al techo, subiendo por una escalera de palos. Vi antes cómo hecho un toro enfurecido don Eustaquio se hundía sobre ella, aplastándola, y cómo hacían esa cosita, temblando, como uno sobre otro lo hacen los cuyes. Parecía tan rico. Imaginé estar en el lugar de mamá.

          En el techo, al sol, revolaban las palomas. Parecían hechas de flores, violetas, blancas, azules. Y casi transparentes. Allí arriba me sentía una paloma. Era yo un polluelo de paloma y todavía no podía volar, pero tenía la esperanza de que me crecieran las plumas y mis brazos se transformaran en alas. Y que para ello bastaba sólo mi deseo y cerrar fuertemente los ojos. El techo era un lugar muy agradable para mí. Ahí nadie me trataba como loca. Abajo quedaban los locos. Me gustaba ver allí arriba cómo las palomas volaban sobre mi cabeza. Cómo se detenían en el aire, sobre la luz, hechas luz, cómo bajaban sobre mi cabeza. Y cómo ahí escarbaban despiojándome las pajitas. Y ver cómo abajo, allá en la acequia, Yococo, Lolo y Pablo perseguían a pedradas a las ratas. Y cabalgaban cerdos y a ver quién gana. Y el que llega último le mete la mano al cura de la parroquia. Así vi un día que el Yococo fue a meterle la mano al cura, y éste que lo persigue con un leño. Y el Yococo que huye sobre el  Celedunio. Te crucifico, Judas,  gritaba enloquecido de ira el de la sotana, que te crucifico; y el Yococo, calle de la parroquia abajo, corriendo sobre el Celedunio, que al pobre le faltaba hígado y poto para correr y ya los alcanzaban. Celedunio nunca había sido bueno en las carreras, porque tan flaco era que más era cerdas y costillas salidas y huesos removidos que propiamente un cerdo. Ya el cura le agarraba los pelos a Yococo cuando inesperadamente el Celedunio dio un brusco brinco y comenzó a correr con la velocidad de una bala, salvándose ambos de puro milagro en el instante que el cura tropieza y se va de bruces sobre un charco de patos. Fue la mejor carrera que le vi al huesudo cerdo de Yococo. Y era que al Celedunio por segunda vez se le había hecho probar, por de bajo del rabo, la picadura de ají... justo antes de ser alcanzado.

                    Allí arriba, en el techo, por primera vez escupí y vomité sangre.  

                    Desde que mamá empezó a pelear muchas veces con don Eustaquio cuando doña Juana no estaba, empezó a vomitar. Sólo a vomitar y a vomitar. Y la barriga se le hinchó grande, como de elefante, como de un gran tambor. Como si hubiese comido por cien. Doña Juana un día la requintó: Diabla. ¡Quién ha sido, quién! Para denunciarlo a la policía. Y vengan los caballos y se lo lleven arrastrándolo de las patas. Y que se pudra en la cárcel. Mamá nunca dijo nada. doña Juana decía a los vecinos que seguro había sido preñada por algún vago del muladar. Pero los vecinos chus chus murmuraban chus chus de don Eustaquio. Y decían que don Eustaquio era gallo de dos gallinas. Lo llegó a saber doña Juana y desde ahí le agarró odio a mamá, porque: ¿Qué es eso de que el Eustaquio ha pisado y hace poner huevo a dos gallinas? Doña Juana empezó a renegar de mamá, ya no curaba a Yococo, al Celedunio lo arrojaba a escobazos, ya no se preocupaba por darnos de comer. Mamá, Yococo y yo empezamos a extrañar los cuyes fritos. Por esos días Lolo empezó a acusarme entonces: ¡la loca que se come los huevos y los pichones de las palomas, y no el gato! Yo la he visto. Un día hay que cortarle la lengua, tirarla por los techos. Cuando comíamos ratas meses atrás comíamos harto hasta chupar y sorber rico los tuétanos y masticar los huesitos, embriagándonos de dicha. Pero ahí en casa de dona Juana no podíamos cocinar eso. Y un día nos escapamos en la madrugada y nos fuimos a las madrigueras y cazamos a tres. Mamá y Yococo se comieron una que sangraba por la nariz  y los ojos, casi cruda, casi vivita. Y doña Juana gritó asustada diciendo que a quién habíamos matado cuando nos vio los cuellos con cuágulos de sangre. En cambio esa noche sentimos un escandaloso asco cuando doña Juana nos sirvió de comer en tres pedazos: ¡un horrible huevo frito con biscocho y té! Hasta que una tarde mamá Griselda dijo entre las palomas: nos largamos mañana. Viviremos en la chacra.

          Cuando los caballos, esos gigantes, atropellaron a Yococo pisoteándolo como pasando sobre una mosca, Lolo y Pablo rieron creyendo que pronto se iba a recuperar. Que sus huesos soldarían pronto. Que esa costilla que le saltaba del pecho no era nada. Que lo que vomitaba sólo era sangre de muerto. Un muerto vivo porque Yococo estaba muerto y no podía morir. Era inmortal. Dueño de la muerte. Fue ese mismo día cuando mamá había dicho para irnos a vivir en la chacra. Pero no pudimos ir. Esa misma noche doña Juana puso agonizando a Yococo en brazos de mamá. Mamá Griselda se puso a llorar como niña ante su muñeco de trapo: ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido...? Y lloraba in, in, besando, acariciando a mi hermano. Llevaron a Yococo a nuestro rincón de las palomas. Nos siguieron Lolo y Pablo. Yococo se moría, temblaba y sólo decía: Celedunio... y babeaba sangre; y Lolo y Pablo : Mentira, mentira. Yococo es inmortal. ¿Cómo va a morir un muerto? Y Pablo habló: A los caballos se les saltaban los ojos como naranjas. Y Yococo metido entre los perros, subido sobre el Celedunio , ladrando como perro. Cuando pasaron los caballos de la policía. Perseguían a don Polo que ha ultrajado a no sé quién. Pasaban los caballos y Yococo: guáu guáu,  sobre el Celedunio. Los caballos los patearon y pisotearon. A don Polo lo atraparon de un balazo; y Yococo quedó así. Y el Celedunio... Y doña Juana: que los caballos siguieron de largo. Y los policías, esos borrachos, ni se dieron cuenta. Y siguió diciendo que esto no iba a quedar así. Que iba a ir a la comisaría de Ciudad y Campo. Que ella tenía un primo que era coronel de la policía. Que ya verían esos cachacos de porquería. También habló de que se iba hacer escuchar en el club de madres para hacer una colecta y ayudar a Yococo. Y que de todos modos esta vez Mamá Griselda iba a ser guardiana del club. Y los hombrecitos: que no frieguen, Yococo no muere. Es inmortal. Y Yococo, otra vez: Celedunio..., Celedunio, mamá. No...   

Por su lado don Eustaquio, calmoso, afilaba que te afilaba un viejo puñal, mirando hacia la calle, en donde el cerdo Celedunio, con algún hueso roto, reposaba acezando una respiración dificultosa.

           Si estoy sola aquí de nuevo detrás del quiosco será porque después de un mes del accidente de Yococo y Celedunio, a doña Juana no le gustó mi tos. Creería que yo podría contagiar y luego acabar con Lolo escupiendo como yo esta flema roja. Pero aquí ya nadie me tratará como a loca. Yo no sé si estoy loca pero yo no quiero que me traten como a mi hermano. Ahora ya no tengo miedo a nada, nomás a las ratas. Me miran, estarán esperando a que me duerma. Pero Lolo y Pablo eligieron este lugar. Y yo ya no tengo fuerzas para irme. ¿Adónde iría?

          Sobre mi casa, sobre el techo, tras las rendijas veo rebotar una lluvia delgada y linda. Casi transparente como las alas de las palomas. Casi de pétalos. Sólo que las alas de las palomas, los pétalos, brillan a la luz del sol. Como los arco iris.

          La última vez, mamá Griselda decía: linda, bonita eres, cholita. Mi corazón de quindi. Inteligente eres. Piquito de tamarindo. ¿Tú sabías cómo éramos, verdad? Cuerda eres. 

     Celedunio huyó y no lo vi más desde la hora en que don Eustaquio lo llamaba: Celi, Celi, Celi, con un cuchillo en la mano.


          Yococo murió esa misma noche del atropello. Mamá Griselda murió a los dos días, vomitando por arriba, abortando por abajo.

           Y estoy pensando que si duermo ahora, tal vez sueñe. Y me reúna con mamá y Yococo nuevamente. Volando él sobre el Celedunio; despertando yo en un nido de palomas.



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