viernes, 7 de marzo de 2014

HUESO DURO

Camino Real de Morropón a Tuñalí.

Sigiloso desmontó de la mula; tuerto, ojo azul, sin tres dedos en una mano y en la otra un puñal.

Así me lo imagino.

Arriba, cielo celeste, un sol florido.

Abajo, el tuerto puñal en mano ingresando a mi casa...


                        ***   ***

“Celedonio Rojas, he venido a matarte.”

Dijo el Pancho Carnero y con toda su hiel le arrió la muerte, clavándole el puñal en la espalda antes que Celedonio, mi padre pudiera reaccionar y defenderse.

Oí el “¡tum!” de un golpe sordo y hondo, como de un cántaro que se quiebra o de un mate que se raja; un quebrarse de huesos, un alarido escalofriante que me atormentará para mucho.

“Celedonio, lloras como mujer. Y mueres con miedo a la muerte. Mereces morir con polleras.”

Mi padre cayó de quijadas sobre la mesa, chasqueándole como piedras las muelas.

“Celedonio, cumplí mi palabra. No te pido que me perdones.”

El apuñalado fue ladeándose y volvió a caer. Vi rebotar su cara al dar con el suelo, no le oí otro grito, vi sus ojos saltados, un quishque, un hilo, finito y en sangre descolgando por sus labios temblones, su gesto de candela sin llanto, su ahogo de súplica, sin palabras pidiendo misericordia, piedad, un inútil perdón... por fin, lloraba.

“Mataste mi buey pinto, Celedonio, ¿recuerdas? Me humillaste en el duelo a machete, me tajaste tres dedos, me vaciaste un ojo. ¿Cómo sentir pena por ti, Celedonio? Ya me olvidé cómo se pide perdón.”

Afuera se espantaban las gallinas, la oveja, mi ternero, como si hubiesen olido, cerquita, un difunto.

El Pancho no me había visto o se hacía el que no, pero yo huí como una lagartija cobarde a ocultarme detrás de un horcón y debajo de una silla.

“Pero sabes que por eso no te mato, Celedonio, entiéndelo antes que mueras. La humillación más grande fue cuando te llevaste a mi mujer.”

Alzó la cara temblante y sudorosa el caído, quiso hablar pero sólo emitió un áspero ruido como el que da un atragantado por espinas.

“Todos se reían de mí, a mis espaldas. Como dándome navajazos. Como desollándome vivo, Celedonio...”

Preso en mi espanto, llorando bajito, recordé entonces una conversación casual de mi padre con mi madrina, la vieja Pugo: “Maté su buey yuntero, sí, pero fue casual. Fue por dispararle a un tuco malagüero y ya ve, maté buye, maté tuco. Pero pagué la bestia con muchos cuarterones de maíz, muchos billetes, varios odres de aguardiente. Y si pelié fue porque estando bebidos el Pancho Carnero, ojo azul, me retó, tuve que defenderme. Y ya ve que ni lo quise matar, madrina.” Y en otra ocasión les oí decir a unos amigos de mi padre que la Florinda se había acostado antes con Pancho Carnero, que había llorado por él cuando estuvo por morir en el duelo donde le salpicó un ojo y perdió los tres dedos, pero que el Pancho mucho le pegaba, y se acostaba con la Florinda sólo porque era muy hermosa, como su nombre, pero que ella lo quería úuuh, a rabiar, y le pidió varias veces que la lleve a la quebrada de las lajas y la tumbe entre los pericos y los choclales. Que el Pancho Carnero era como una borrachera de placer para la Florinda. Que la Florinda, mi madre, antes de tenerme, había abortado varias veces.

Y volví a fijarme en mi padre. Había sido alto y soberbio como un ceibo frondoso y recio como un toro joven, pero cayó. Cayó de una sola... Y ahora aplastaba el ajango de bejuco que había antes estado arreglando con sus dedos finos, ahora pujaba, temblaba con un temblor de tierra, arañaba el suelo como si fueran reja de arado sus dedos, como si buscara guarida o como si debajo de la tierra estuviera el alivio de su dolor, el consuelo de su miedo, la salvación de su vida.

“¡Florinda!”, gritó entonces el Pancho Carnero, “¡quero que vengas a ver cómo lo remato!, ¡Florinda!, entra, ¿no me oyes?”

Mi madre entró y como un viento veloz fue a arrodillarse y a suplicar como si quisiera besar los pies del Pancho Carnero. “No te hagas más criminal, Pancho, ojito azul, no te llenes de más sangre. Déjalo morir así, déjalo, por favor, te lo suplico.”

“¿La oyes, Celedonio?, pide perdón por ti, pero yo no le haré caso, Celedonio; primero te remato. Lo menos ocho puñaladas más y luego me llevo a la Florinda, ¿me oyes, Celedonio?”

De la garganta de mi padre volvió a oírse, horrible, un repugnante ahogo de atorado. Intentó arrastrarse hacia el horcón que sostiene el techo. Creí ver que el puñal le había ingresado todo, que la filosa punta de acero le salía por el pecho, pero esto era sólo mi imaginación.

“Te lo suplico, Pancho, hazme caso. ¡El Cristo!, él, del cielo te está viendo. Por favor, Pancho, déjalo ya, déjalo.”

“No, no lo dejaré así; quítate de mis pies, Florinda o me viene la locura y te apuñalo también.”

“¡Apuñálame!, pero ya déjalo a él.”

“Lo quieres todavía, Florinda, cómo lo quieres después de todo lo que me hizo.”

“Es mi marido.”

“Pero tú te acostabas conmigo antes de ser su mujer, ¿no recuerdas cómo me lo pedías?”, y dicho esto el Pancho Carnero cogió con fuerza y furia de los moños a mi madre y la levantó hasta verse ambos las narices, “dile, Florinda, dile cómo me lo pedías.”

Así sacudida mi madre lloraba tanto que no parecía mi madre, los mocos le salían como agua.

Mi padre  llegó hasta el horcón y lo abrazó, desesperado. Horcón y mi padre, temblaron.

“También me acosté con ella, Celedonio, luego de tu casorio, cuando rodabas borracho por las fiestas. Tus fiestas. En tu misma cama, Celedonio, sobre los mismos cobertores, sino pregúntale a la Florinda, que ella te diga si miento.”

Mi madre agachó la cabeza.

Arañando el horcón, temblando de muerte, con mil esfuerzos, intentó arrodillarse. Una baba de sangre, un bronco ahogo, dos ojos húmedos, un sollozo.

“Eso es, Celedonio, te acomodas para que te saque el puñal y te lo clave de nuevo. Te arrancaré el corazón, te sacaré los ojos, te cortaré la lengua para que tu difunto no me siga y ni hable de mí, acusándome de tu muerte. Tengo que hacerlo, Florinda, déjame.”

Arrodillado, humillado ante el horcón, entonces habló mi padre, como desdén dentro de un cajón de muerto. “Mátame tuerto, por el ojo que te quité, por los dedos, mátame”, y tosió. Creí que esas iban a ser sus últimas palabras. “Mátame por el buey, mátame, pero no te lleves a la Florinda.”

“Más que por matarte he venido por ella, Celedonio. No puedo olvidarla. Alzaré de nuevo mi vida con la Florinda, tendré bueyes, cosecharé en abundancia, y tú, Celedonio, serás sólo un recuerdo, un hato de huesos, un viento de cuchillo que se arrastra.”

Celedonio volvió la cabeza y por fin puso los ojos sobre su asesino como reconociéndolo y pensando: “Qué feyo tu ojo vacío, Pancho Carnero. Sí, eres tú, y este puñal me prometiste.”

El Pancho vaciló en la punta de un espino, afilado, venenoso; tragó rencor, miró a la Florinda, midió al Celedonio con un ojo, el azul, y luego con el otro, el vacío:

“Está bien, Celedonio, no te clavo otra vez el puñal, para que la Florinda no venga conmigo odiándome.”

“No, no te la lleves, no zarco. La quiero más que tú, la quiero...”

“Ya los muertos no queren, Celedonio.”

“Lo haces por humillarme, tú nunca la quisiste.”

“Así no la quera, también me la llevo.”

“No te la lleves, zarco; túmbala, ¿no quieres humillarme? Acuéstate con ella en mi delante, pero no te la lleves.”

“¿Por qué insistes, Celedonio? Sólo haces aumentar las ganas de llevármela.”

“Quiero que me vea morir, que esté a mi lado hasta el fin.”

Pancho entonces se acerca a mi padre, lo jala con ira de los crespos y se apresta a sacarle el puñal. “Entonces es fácil. Si eso queres, verás que te ahorro el tiempo una vez que te lo arranche y te acuchille el pescuezo como a res, Celedonio, hasta arranchar tu cabeza.”

Pero, a tiempo, mi madre le detiene el impulso de la mano que iba hacia el puñal.

“No, te lo imploro, Pancho, no le hagas caso. No quiero verlo morir, vamos ya, vamos.”

Pancho ríe con ladrido de perro flaco, con todos sus colmillos, vanidoso, animal.

“Jaj, jaj, jaj... ¿Ya ves que la Florinda quere irse conmigo, Celedonio?”

“Sí, sí, contigo Pancho, zarquito, contigo. Vamos, a ti te quiero, zarco. Tú fuiste el primero, el único y quise tener hijos contigo, muchos; pero, me los hiciste abortar, a golpes. Por eso me casé con Celedonio.”

     “¿Por vengarte de mí?”

“Por vengarme, y sufras. Pero, te quiero todavía, Pancho. Si por mí has venido, vamos, pue.”

Mi madre me desarraigó de debajo de la silla y quiso llevarme con ella. Y yo no quise.

El tuerto fue hacia el corral y machete en mano, mató gallinas, ovejas, mi ternero, dentro de un alboroto en remolino de plumas, balidos, mugidos. Reía el remolino. El Pancho era un remolino de mil brazos, de mil plumas, balidos, mugidos.

Mi madre lloró porque me fuera con ella insistente. Pero yo le tenía miedo ahora, la odiaba con todas mis fuerzas, como si nunca hubiese sido mi madre. El Pancho Carnero subió sobre la mula y a ella la subió sobre sus piernas. Mi madre era ya de Pancho, como si siempre lo hubiera sido, y la odié más todavía, más que al Pancho mismo. Juré matarlos un día, lo pensé, y se los dije: “Los mataré, amito Pancho, los mataré un día.”

Pancho volvió a reír, y luego: “Tú qué sabes, niño.”

Y mi madre: “Vamos, no me dejes ir sola, Zorrito. Vente conmigo.”

“No.”

“Te morirás de hambre, ¿quién te dará de comer?”

“No voy.”

“Entonce, quédate. Y anda, mira cómo muerte tu taita...”

Antes de torcer las riendas, antes de dar el fuetazo a la mula, el Pancho dijo como al aire: “si no te mato,  niño, por algo será. No sé.”

Y se fueron.

Corrí llorando donde mi padre. Seguía de rodillas. Quise levantarlo, ayudarlo, pero no pude, mis seis años no servían para tanto. Mirándole yo a los ojos, llorándole, besándole la frente, tocándole las mejillas, él también lloraba y parecía no mirarme. Vi el puñal sobre su espalda antes poderosa como montaña, las moscas ya volaban sobre la sangre, toqué el acero y quise sacárselo, pero él se quejó.

“Quema. Quema como candela. Tengo una candela dentro...”

“Levanta, taita, levanta.”

“No, tú no puedes, hijo. Tú no... Anda y dile a la madrina Pugo que venga a ver mi cadáver, corre.”

“No. Si voy te mueres. No te mueras.”

“Corre, dile que venga. Que no avise a la policía.”

Y bruscamente descolgó su cuerpo sobre sus propias rodillas. Y me aturdió un miedo, un miedo, como si el puñal estuviera clavado en mí. Ya lo veía yo muerto. Y ya me imaginaba verlo levantarse cadáver y llevarme con él al cementerio, y enterrarme con él estando aún vivo yo. No podía estar, por ese espanto, más con él y llorando me fui donde la vieja Pugo, y en todo el camino parecía que me seguía un muerto, que detrás de cada chopo estaría ya espiándome mi padre y sus ojos de muerto. “Ya verás que los mato. Los mataré algún día.”

Volví ya de noche con la vieja Pugo, sobre un asno viejo y matoso como ella. No vino más gente porque vivía ahora sola.

En el caserío de Tuñalí en ese tiempo, su casa era la más cercana.

La Pugo borracha de muerte quedó al tropezarse con los cadáveres de tantas gallinas, la oveja y el ternero, antes de sobrecogerse con un espanto más fuerte. A la luz de un leño encendido miró primero el puñal y con mano firme quiso sacárselo sin asco ni miedo alguno ahora. Y al sólo tocar el puñal, un alarido, un grito quemante como brasa encendida se nos prendió a la vieja y a mí, y penetrándonos hasta los huesos, nos recorrió como relámpago arañándonos el espinazo y estremeciéndonos en dolor vivo el cerebro, nos tronó el corazón por reventar, eso creí. Era mi padre y estaba todavía vivo. Y sollozaba llorando, acorralado; humillado y vencido antes de su muerte, era ya un difunto.

“Déjenme el puñal.”

“No”, la madrina, “no puede quedarse allí.”

“No lo toquen, no es un puñal, es Florinda.”

“¿Qué hablas? Tas tocau...”

“Es Florinda la que me han clavau dentro. Y me arde como si fuera un nervio, un tizón de candela. Váyanse.”

“Deliras, hay que sacarlo.”

“No quiero ya vivir”, sudando, tragando lágrimas, “sáquemelo, pero clávemelo de nuevo madrina. No quiero ya vivir, jure que me lo clava, madrina.”

“Te lo juro, ahijao, Te lo saco y te lo zampo de nuevo. Y más al corazón pa matarte esa difunta, ahijao. Te lo juro.”

Cerré los ojos para no ver. Y oí un alarido como si fuera mío. O es que yo di ese grito. Y mi padre, al abrir yo los ojos, quedó como muerto. O es que estaba ya muerto. Bien muerto.


***
    

Celedonio Rojas no murió de la puñalada.

Doña Pugo le regó sangre de grado en la herida, “mano de cobarde ha sido porque sólo te quebró los huesos”; le aplicó emplastos con yerbas calientes, “y el puñal se desvió hacia abajo”; le sacó los emplastos y ahí le cosió los pellejos como a cholo que ha sido cogido y despanzurrado por toro bravo en la molienda de caña, “de modo que sólo rozó el pulmón, o yo no sé si me equivoco. Pero, tú, ¡hueso duro!, ahijao.”

Celedonio Rojas quedó cojo para siempre y no pudo recuperar nunca su voz natural, hablaba como atorado, respiraba como ahogándose. Quedó ciego un día, pero descansó y a la mañana siguiente recuperó la luz en los ojos. Nadie sabía qué nervios le había fregado la puñalada. Pero dos meses después lo vimos rengueando, temerosos de que le vuelva la ceguera. Parecía mentira, pero seguía vivo. ¿Lo estaba?

“Mátalo con el mismo puñal”, desde Morropón, de allá lejos vino la misma madre del zarco Pancho Carnero, ojo azul, a ver si era cierto y conmoverse, que seguía vivo el Celedonio. A verlo y hato de nervio hablarle, “mátalo, Celedonio, Pancho Carnero ya no es mi hijo. Te clavó la puñalada y te dejó por muerto llevándose a tu mujer, mátalo”; mi padre parecía una loma de rocas, un toro gigante y herido al pie de una hormiguita que le suplicaba, insignificante. “Mátalo, Celedonio”; y qué húmedos tenía los ojos, Celedonio, como pujando por no llorar. No la oía o no parecía oírla, pero la oía. Y tampoco la miraba, sólo miraba allá lejos, oyendo el canto de los chilalos y las cuculas. O, desangrándose, acaso sólo pensaba todavía en la Florinda. Y pensaba yo triste en mis adentros: “Madrina, madrinita Pugo, ¿qué ha hecho, pues, con mi taita, qué?” Tonto yo como si la Pugo debió haber comprendido que mi padre estaba ya muerto sin morir y que debió habérsela devuelto, cumpliendo... Mi padre ya no cuidaba entonces de mí. A veces sólo me miraba como queriendo matarme o como queriendo matar en mí a otra persona, y sentía que me odiaba con todas sus fuerzas y yo, pajarito asustado, caía a abrazarme a sus pies. Cuando se fue doña Pascuala se iba como diciéndose a sí misma: “Me robó cuatro bueyes y los cuatro los vendió. Se llevó mis sortijas de oro. Me dejó colgada en la horca. Búscalo y mátalo, Celedonio.”

Doña Pugo empezó a traerme comida, pero yo sólo comía las frutas. Cómo me gustaban las ciruelas, olían a la Florinda.

Celedonio, machete en vaina con estrellas, lunas y soles de oro y plata, salía al monte y había veces en que no llegaba sino hasta a eso de cinco o siete días.

Una noche creí oír al muerto. Era un aullido, un sollozo, una súplica, un lloro. O acaso las hojas, el viento apuñalado.

“Floriinnddaaaa”, de una colina a otra colina, Floooriiinnddaaa", de una estrella a otra estrella, bajo la luna celeste, alta y hermosa. Casi perfumada.

Chiquitito allá lejos sobre una altísima peña, era sólo un puntito tamaño de un piojo. Y tan cerca al cielo estaba, tan cerca a la Luna, que casi podía él tocarla si levantaba la mano.

Daba lástima oírlo.

“Floooriiinnnddaaa.”

Arriba, confundido en el remolino de estrellas, en el vértigo  de astros girantes.

Un grito más y se descolgaban.

“Floooriiinnnddaaaaa.”

Estaba borracho, pero su alarido agudo y filoso, sus celos de montaña brava, me helaron con agujas y venenos la sangre.

Colgué mis ojos, el corazón, en la flor de un lucero violeta que flotaba en el diáfano ramaje de estrellas y los pétalos de la luna, y también aullé.

“Floooooriiiiiinnddaaaa... Mamita.”

Del racimo de estrellas, el lucero violeta estaba sobre una estrella pequeñita y dulce, se abrazaban como dos arañas, se amaban como dos pajaritos.

“¡... riiiiinnndddaaaaaa! Mamita, pues, ¿por qué no vuelves? Mamita, pues.”

Y caí. Caí de rodillas, llorando, absorbido por las ráfagas de un torbellino de celos y rabia, como si a mí dos veces y no una, me hubiesen apuñalado.

Celedonio los buscaba y, de encontrarlos, no sé que pasaría.

Volvió doña Pascuala bañada de azul de madrugada y de rocío, luego de tres meses de su primera visita. Celedonio llevaba ya cinco meses y medio de seguir viviendo.

“Mira este papel, aquí traigo la dirección de donde viven, lee, están alláaa en Lima, en el Rímac, que dizque es un caserío más tupido queste, alláaa por Montacerdos, y yo no entiendo, pero lee.” Dejó el papel y se fue. Nunca más la vi.

Celedonio vendió su alambique, vendió el buey que hubo prestado, felizmente, a su madrina, vendió parte de sus parcelas; y luego, después de cinco meses y medio de no hablarme, me dijo: “Nos vamos a Lima” , con voz ronca, de muerto. Y afiló el puñal del tuerto ojo azul y yo me embriagué de una secreta, infinita alegría. Día y medio se la pasó entretenido con el puñal, afila que te afila, acariciándolo, pasándole saliva, borracho por ver sus chispas de amarillo y rojo que salpicaban como luciérnagas ante un mechero.

“Me dejaron por muerto, ¿no?; Celedonio, los harás llorar. Y dirás: Pancho Carnero, lloras como mujer. Y mueres con miedo a la muerte...”

Pero nunca fuimos a Lima.

Un día antes del viaje, Florinda llegó intempestivamente a casa, vino sola, traída por sus propios pies, traía grueso el vientre, que no le cabía. Estaba demacrada, cara huesuda que parecía y no parecía. Ojos afligidos, con ganas de llorar.

“Florinda.”

Celedonio al verla no podía creerlo. No parecía ella pero era. Celedonio trastabilló con su cojera y otra vez la miró, embrujándose, envenenándose con el ventarrón de mil espinas como recuerdos.  No parecía la Florinda pero era la Florinda.

“Florinda”, y con ella otra vez ese aroma a ciruelas. A luz perfumada, a lucero en flor.

“Pancho Carnero ha muerto ya. Su madre te trajo una dirección falsa. Murió. Lo mataron en un duelo a machete, estaban borrachos. ¿Por qué no me dejaron que yo lo matara por ti, Celedonio, por qué?”

Estaba encinta la Florinda. Cómo se le notaba ya.

Y gigante ahora, poderoso ahora, rencoroso y con un odio capaz de despedazar montañas árboles, ríos, Celedonio volvió a su odio antiguo, de siglos, y cogió el mismo puñal. Era un Celedonio vivo ya. Su frente acaso recordaría un torbellino de alaridos y súplicas, plumas y balidos, ese puñal de candela y celos que le ardió como brasa, como si la Florinda se hubiera incrustrado a fondo en su espalda, mordiendo no nervio ni hueso, sino quemándole el corazón; recordaría el charco de palabras ladradas por el tuerto...

Con el puñal en mano, Celedonio, despacio, cojo, lento, fue hacia la Florinda.

“Sólo lo hice para que no te rematara, Celedonio.”

Celedonio se acercaba más y la Florinda no se movía, sólo quería llorar.

“Cierto que fui del Pancho. Cierto lo que él escupía. Pero, por algo he venido aunque así, mírame, por algo.”

“Para morir, Florinda”, el Celedonio.

“Mátala ya, taita Celedonio, mátala”, saltó como puñalada mi voz, “mátala así como te quisieron matar a ti.”

Florinda, llorosa, cobarde, no quería morir, pero no retrocedía, (recordando acaso: “también me acosté con ella, Celedonio, luego de tu casorio, cuando rodabas borracho por las fiestas. Tus fiestas. En tu cama, Celedonio, sobre los mismos cobertores; si no pregúntale  a la Florinda, que ella diga...”), pero, en un rapto de coraje se arrancó ella misma la blusa, y, arrodillándose, le puso la espada al Celedonio, quien llegó a ella con el puñal hecho un temblor, levantándolo, pero:

“Mátala ya, taita.”

Cayó Celedonio como un árbol de flores sobre un picaflor asustado. Mas, de repente, diciendo:

“No. No puedo matarte, mamita, no puedo. Perdóname tú, perdóname”, de rodillas, sujetándola, llorando, besando la espalda de la Florinda, acariciándola, “perdóname.”

“Yo ya no quiero vivir, Celedonio. No pude matarme yo misma; por eso vine para que tú lo hagas. Mátame tú, ahora.”

Celedonio jadeó, se atragantaba de nuevo:

“No puedo, no puedo, no puedo. Cómo, cómo, pues.”

“Tendrás mujer que no fue tu mujer. Cómo quieres tú tanta horca.”

“Qué importa, Florinda, qué.”

Y Celedonio arrojó el puñal sobre las brasas candentes.

Con el que viene, con éste, sí tendrán dos hijos. Tuvieron dos hijos. Ya han pasado largos años de esto. Mi hermana que nació, como yo, como el Pancho Carnero, siempre tuvimos los ojos azules...


No hay comentarios:

Publicar un comentario