jueves, 13 de marzo de 2014

EL ESPANTAPÁJAROS Y LA CASITA DEL LIBRO


EL ESPANTÁJAROS Y LA CASITA
DE LIBROS


      Este era un espantapájaros bueno. Y además muy tímido. Y de carácter muy especial porque, con mucha frecuencia, solía sentirse solo, muy solo.

      ¡Y, nadie comprendía o a nadie le preocupaba de que a él, especialmente, le aterraba la soledad!

      Su dueño, un hacendado de mal genio y a quien sólo le interesaba el dinero, lo había hecho a regañadientes, con las ropas más viejas y un poco de palos. Y entonces, para colmo, el espantapájaros era feo como él solo: sus harapos y las pajas saltadas que lo rellenaban grotescamente espantaban a los pájaros y a todo ser que se le acercara, o que de repente, por casualidad, se topara con él:

      –¡Horror! ¡Ay! –decían y se largaban corriendo. 

      Y el espantapájaros –asustado también de sí mismo–, se largaba triste.

      Y solitario vagaba con su soledad enorme como un trapo viejo.

      Pero cómo le gustaba oír el canto de los pájaros, el ruido de las cascadas, el aletear de las mariposas: ¡porque este espantapájaros era también muy, pero muy sensitivo!

      Porque desde que le dieron vida, aunque lo crearon para espantar a las aves que llegaban a picar las frutas maduras y las semillas recién sembradas, de algún modo u otro, también le fundaron un corazón. Un corazón bueno y sencillo, lleno de noblezas y propenso a amar lo hermoso de la vida, la paz, las buenas lecturas –porque a este espantapájaros también le gustaba leer–. Como le gustaban los jazmines, las madreselvas, la buganvilias. Y hasta los instantes de contemplación más bellos: ¡el crepúsculo de luna!, por ejemplo, ¡lo maravillaban! Y el amanecer azul y dorado le hacía sentirse jubiloso. Y cada esplendor del crepúsculo, ante el rojo disco del sol, al atardecer, lo llenaba de paz y amor.

      Pero estas aficiones suyas a nadie, al parecer, le importaban.

      Porque cuando alguna ave o algún zorro distraídos se acercaban a él, pero al descubrir que se trataba del espantapájaros, huían; y, él, afligido:

      –¡He, oigan...! ¡Amigos, no voy a hacerle daño! –decía, corriendo tras ellos–.  ¡No huyan de mí! Esperen, vengan...

      Hasta cansarse y quedar de nuevo en el abandono.

      ¡Y, entonces, nada le parecía a él, más doloroso, que ser el terror de algún animal del bosque!

      Aunque, a veces, por suerte, cuando él oía a algún pajarito cantarín: ¡mírenlo ustedes! ¡Tanta era su felicidad que llenándose de inspiración, sin darse cuenta, él se inflaba como un globo. Y flotaba, flotaba y se elevaba suavemente por los aires, rozándose con todos los seres alados, avispas, abejas, libélulas, mariposas, picaflores...

      ¡Hasta que se daban cuenta que era él, y el pobre destartalado despertaba de su inspiración y, ¡suácate, caía y caía, desde arriba, a veces sobre un árbol de espinoso naranjo y, otras, cuando tenía más suerte, sobre alguna acequia!

      Pero, él:

      –¡He, amigos, no huyan...! –y volvía a quedarse solo.

      Y como tenía una vida solitaria, el espantapájaros cuidaba un jardín y le encantaba cultivar árboles frutales.

      Y soñaba construir algún día, el lugar más bello del mundo, es decir ¡algo imposible!

      O, mejor dicho: Una Casita de Libros. (Una Casita que ya estaba empezando a construir...)

      Y guardaba la esperanza que alguna mañana, a esa Casita de Libros, llegarían osos, conejos, palomas y todos los niños que quisieran escribir o leer cuentos y poemas. ¡El soñaba con escribir o coleccionar los cuentos y los poemas más bellos que se hayan escrito en el mundo! Ese era su más caro sueño.

      Hasta que un buen día, un polluelo de golondrina que se había caído de su nido, empezó a piar desconsolado porque estaba seguro que iba a morir lejos de mamá golondrina.

      ¡Huy! ¡Y, para colmo, había caído en un camino de zorros, y muy pronto estaría por dar en la barriga hambrienta de uno de ellos!

      Y cierto, cuando apareció un zorro, flaco y con tres días de no haber comido nada, apenas vio al polluelo de golondrina:

      –¡Ajá! –rio feliz y celebró–.  ¡Parece que hoy es mi día de suerte!

      Pero, no bien cogió al polluelo en su hocico, éste empezó a piar, desdichado:

      –¡Ay, auxilio! ¿Quién me salva de este zorro? ¿Por qué nadie me ayuda?

      Y como el espantapájaros pasaba por ahí tratando de jugar con una abeja, mientras recolectaba troncos para avanzar su Casita de Libros, viendo cómo el zorro jugaba con el polluelo antes de comérselo, se indignó:

      –¡Deja ese polluelo! ¡Ni te atrevas a tocarlo otra vez!

      El zorro, a ver que se le acercaba el espantapájaros con toda su enormidad de pajas, trapos y palos cruzados, le tuvo miedo, y soltó al pajarito.Y huyó; pero el zorro, amenazador, le advirtió:

      –¡Me las pagarás, espantapájaros! Le diré ahora a tu patrón que tú sólo vagas. Que te dedicas a cultivar flores, te gusta el canto de los pájaros y que sueñas con alzar tu Casita de Libros para rodearte de amigos. ¡Y que no espantas a los pájaros, sino más bien los cuidas! ¡No cumples con asustarlos cuando llegan a picotear los frutos y las semillas! 

      Efectivamente. Se enteró el terrible amo que nuestro amigo no cumplía con su labor. Y que sólo se dedicaba a disfrutar de la vida –como a alzar la Casita de Libros y a buscar amigos–. Y, al rato de haberle hablado el zorro, atrapó al espantapájaros cuando éste regaba unas campanillas azules, acariciaba las florecillas de un durazno, hechizado por tanta belleza, y clavaba y serruchaba unas tablas de la que iba a ser la Casita de Libros.

      –¡Ajá!  ¿Con que no cumplías con tu trabajo, no?

      Y cogió al espantapájaros por el cuello, y sin que tuviera tiempo de huir ni de defenderse, le dio tal paliza: “¡toma, toma, miserable engendro!”, que medio lo desbarató y despedazó, dejándolo más terrible y maltrecho de lo que había sido. Y nadie lo pudo defender, a él ¡que sólo amaba las flores y deseaba el bien a tantos! ¡Que amaba la contemplación de los crepúsculos! Y, sin embargo, la cosa no quedó ahí. Ante la vista y el terror de todos los animales del bosque, el amo todavía más encolerizado que nunca destrozó la Casita de Libros a hachazos, arrasó con los jardines y árboles frutales que con tanto esfuerzo había cuidado el espantapájaros; y, por último, levantó en peso al desmadejado y herido hombrezuelo de palos y pajas y, desde lo alto de un peligroso abismo, lo lanzó al torrente de un bravo río:

      –¡Y ya vete! ¡No quiero verte nunca más!

      Las aguas peligrosas arrastraron al espantapájaros, los helados remolinos lo envolvieron, los filos cortantes de las peñas lo hirieron más; finalmente resbaló y cayó –a punto de desarmarse del todo– por una altísima cascada; y ya estaba a un pelo de hundirse en un hoyo profundo y sin límites, cuyas aguas salían siete meses y nueve días después por el otro lado del mundo; y ya caía y caía, cuando miles de golondrinas aparecieron y con sus suavísimos picos lo rescataron de las aguas y del abismo, elevándolo por los aires. Y lo llevaron a buen recaudo, rescatando al hombre de madera y corazón bueno.

      Habían sido los padres golondrinas de aquel polluelo que nuestro amigo, no hacía mucho, había salvado del hocico del zorro. Pero, el espantapájaros, en lugar de alegrarse ahora porque lo habían recuperado, se puso a llorar:

      –No debieron haberme salvado, amigos. Es cruel este mundo.

      –Oh, no hables así, espantapájaros –dijo mamá golondrina–; la verdad, hoy te entendemos. No sabíamos que tenías un corazón tan noble. ¡Qué importa si eres feo, hecho de palos y pajas mal puestos! Perdónanos tú, mejor. Ahora todos te queremos.

      El espantapájaros creyó que mamá golondrina mentía:

      –Ay, se burla usted de mí.

      –Nadie se está burlando, amigo –dijo papá golondrino.

      –¡No les creo! –insistió el malherido espantapájaros, cubriéndose la cabeza de pajas, los ojos casi desarmados–. Mejor, olvídenme... Mi amo me odia.

      –Tu amo ya murió, amigo –dijo mamá golondrina–. Su corazón, cargado de maldad, no resistió. Cayó después al abismo, luego que tú te hundías en las aguas.

      –¿Murió? Pero, ¿cómo?

      –Estaba envenenado de ira. No amaba el mundo, como tú sí lo amas. Los corazones sin amor, no resisten.

      –Oh... –se conmovió el espantapájaros, tocándose el corazón–. Y ahora soy yo quien también quiere desaparecer del mundo.

      –¿Por qué? –dijo papá golondrino, asustado.

      –Porque soy un espanto. Y no quiero espantar más a nadie...

      –No, ya no será más así –afirmó mamá golondrina–. Salvaste a mi polluelo. Tienes un corazón hermoso. Ahora queremos ser tus amigos.

      El espantapájaros no dijo más. No le podía creer, tanto había sido herido, menospreciado.

       Entonces sintió un profundo sueño, ¡estaba tan estropeado y golpeado! Y se quedó dormido.

      En sueños escuchó cantos hermosos de preciosas aves y se vio entre flores: ¡como si lo llevaran a enterrar a un cementerio! Después, cuando escuchaba rumores y risas, despertó:

      –Hey, miren, ¡se mueve!

      –¡Oooh! ¡Qué hermoso, no ha muerto! Vive, ¡vive!

      –¡Viva! ¡Viva el amigo de la Casita de Libros!

       El espantapájaros abrió los ojos, ¡y no podía creerlo! ¡Ya estaba reconstruida la Casita de Libros! ¡Y también los jardines y los árboles frutales! ¡Todo como nuevo!

      Pero, ¡no se veía nadie por el lugar! Hasta que una voz, muy dulce, le dijo:

      –Ingresa a la Casita del Libro –era mamá golondrina que le hablaba desde una rama de níspero–; ¿no era así la Casita que tú soñabas?  Abre la puerta, vamos. Ingresa.

      El espantapájaros se levantó, abrió la puerta. Y al hacerlo, ¡oh, nueva sorpresa!

      ¡Miles de pájaros, entre ruiseñores, canarios, osos, conejos, niños, le dieron la bienvenida, lo rodearon y empezaron en fiesta a abrazarlo, con mucha alegría!

      –¡Viva el amigo que fue espantapájaros!

      –¡Viva! ¡Viva!

      –¿Cómo? –dijo el espantapájaros–. Yo soy un espantapájaros.

      –Nunca lo fuiste –dijo mamá golondrina–. Parecías un espantapájaros porque nadie te daba cariño. Tú tienes piel y huesos, como nosotros. ¡Tócate, hazlo!

      Emocionado, el que había tenido cabeza de pajas, se tocó:

     –Oh, cierto. ¡Cierto! Pero, ¿cómo lo hicieron?

     –El amor que te faltaba, lo hizo. Es el amor que hoy te rodea y que te es correspondido, gracias a tu buen corazón y al amor por tu Casita de Libros –dijo mamá golondrina–. ¡Como ves, el amor todo lo puede! Sin él, todos somos espantapájaros.



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