jueves, 13 de marzo de 2014

KUTÍ, LA PRINCESITA QUE QUERÍA LA LUNA

KUTÍ, LA NIÑA
QUE QUERÍA LA LUNA



      EN EL REINO VICÚS, una noche, sobre la florida torre rodeada de puentes colgantes y pirámides, la princesa Kutí quedó hechizada.

            La Luna parecía un joyero colgando entre las estrellas. La princesa Kutí no pudo evitar un hondo suspiro:

            -¡Guau, qué hermosa Luna! -exclamó. Pero, de repente, lo que fue una alegría en la princesa Kutí, ¡se tornó en tristeza!

 Kutí, la niña más engreída del rey, enfermó de nostalgia. Y sintió morir. Tanto le gustaba esa Luna que creyó que se moriría si no la tenía como joya suya, entre sus manos.

Y dijo:

            -Quiero la luna. ¡O moriré de pena si no la tengo entre mis manos!

            Y como nadie le hizo caso, su nostalgia se agravó. Y, es verdad, Kutí fue empeorando tanto que esa misma noche, entre lágrimas y alta fiebre, estuvo por morir.

      Al día siguiente, justo al atardecer, cuando volvía a salir la Luna enorme y redonda sobre los torreones, enjoyando de platería y piedras preciosas los jardines y albercas, apareció el rey muy preocupado.

            Era Yoveraqué, Gran General de Guerreros, el que Nunca suplica Ni Se Rinde, el Siempre Bien Admirado, y el de los Grande Ojos de Jaguar ante quien todos se arrodillan y humillan. Y era cierto, Kutí, entre todas sus quinientas setenta y seis hijas, por ser la última, era la favorita y la más engreída.
   
      Y el rey no podía soportar más la pena. Apenas se enteró de su mal apresuró sus pasos y, veloz como jabalina arrojada al dorado pez del río, ascendió por las escalinatas de oro y las enredaderas de flores, hacia la empinada torre.

      Con la sola mirada, el rey aterró e hizo salir a todas las doncellas y damas nodrizas.

      -Hija mía, dime, ¿qué puedo hacer para que no mueras? -Preguntó, de rodillas ante la niña. Se le corrieron dos lágrimas. El Que Nunca Llora, estaba llorando.

      Kutí no contestó. Sólo miraba fascinada la Luna. Una Luna ahora más bella. La rodeadan estrellas y luceros, ante el gran ventanal.

      -Pídeme el más caro deseo -insistió el rey-. ¡Y ordenaré que se cumpla!

      -Mi deseo es sencillo, padre -dijo Kutí, suspirando.

      -¿Cuál es? -dijo intrigado el rey-. Me alegrará ver tu gozo cuando poseas, temblando en tus manos, ese obsequio.

      -Quiero la Luna... Mírala allá, arriba. ¿No es linda?

      -¿La Luna? -asustado, tragó saliva el rey, saltando como un mono que hubiese sido picado por avispa; se puso de pie-. ¡Es imposible! ¡Imposible!

      -Quiero la Luna. O muero, padre.

      -Pero, ¿por qué la Luna? ¡Es inalcanzable!

      -¡Quiero la Luna! ¡Sólo la Luna! -Kutí, acostumbrada a ver consentidos todos sus caprichos, no entendía por qué su padre, el hombre más temido, sabio y poderoso del Reino Vicús, hablaba de imposibles.

      El rey, pensativo, calló.

      La princesa Kutí se puso a sollozar sobre su almohada de plumas de garza rosada. Entonces, en lágrimas, dijo:

      -No comprendo cómo las nodrizas ni tú, poderoso padre, siendo mayores, inteligentes, no pueden cumplir con mi deseo. ¡Si es tan sencillo! ¡Sólo pido la Luna! ¡Quiero para mí la Luna!

      El rey agilizó sus pies de venado de monte, y corrió a llamar a sus siete sabios.

      Estos se reunieron en el acto.

      El rey Yoveraqué, imperturbable, les dijo:

      -No deseo azotarlos. Ni cortarles la cabeza. Pero, quiero para mi hija el más caro deseo.

      -Jamás te hemos fallado, mi señor. Hemos cumplido siempre tus más delicados caprichos -dijo el más sabio de los sabios.

      -Espero que hoy también se cumplan.

      -Ordena, oh, señor de señores.

      -Es solicitud de mi hija Kutí.

      -¿Qué desea?

      -Quiere la Luna. Les ordeno que bajen la Luna para ella. ¡O muere!

      -¿La Luna?  ¡Jamás! ¡Nadie ha logrado bajar la Luna! ¡Ni llegar a ella!

      -¡La cabeza de cada uno de ustedes está en juego! No quiero ordenar que se las arranchen. ¡Hagan lo imposible! Reúnanse en Congreso. Discutan. ¡Son ustedes los sabios! Pero, ¡bajen la Luna! ¡Quiero la Luna para la princesa Kutí, mi hija!

      -Pero, oh, mi gran señor, ¿quién podría? ¿Cómo bajar la Luna?

      -¡Largo! -dijo el de los ojos de jaguar, furioso-. ¡No me repliquen! ¡Piensen! Tienen una hora para decidir. Yo aquí, espero la solución.

      Los siete sabios discutieron, planificaron, hicieron cálculos matemáticos. Luego se acercaron al rey Yoveraqué, humildes, a besarle sus pies; y dijo el más sabio de los sabios:

      -¡Señor, es imposible! ¡No hay vara de carrizo que llegue tan lejos! ¡Ni iguana alada que llegue hasta allí! ¡Es imposible hacer un puente de mariposas hasta la luna!

      -¡No quiero oír eso! -baladró molesto el rey Yoveraqué-  Quiero una respuesta sabia. Para mi hija todo es posible. Nunca la defraudé. Tampoco quiero que muera. Si ella muere, ¡ustedes pierden la cabeza! ¡Y largo de aquí! -y, seguido, dijo-.  ¡Llamen a los Ministros! ¡Quiero impartir una orden!

      Los Ministros llegaron, volvieron a besarle los pies.

      Los siete sabios, de rodillas, sin ofrecer la espalda al rey, se retiraron para seguir la sabia discusión.

      -Digan a todos los hombres del pueblo -dijo el rey Yoveraqué-, que quien baje la Luna, ¡será dichoso! Le daré la mitad de mi reino. ¡Muchas riquezas! Y si aquel es joven y soltero, le daré por esposa a mi hija cuando esté en edad de matrimonio.

      La noticia se difundió como vuelo de picaflor asustado, maravillando a todos.

      La luz del ingenio creador iluminó el corazón de los más sabios y jóvenes artistas del reino. Y el cerebro de todos maquinó al máximo su mejor astucia deseando construir la ingeniosa máquina que lograse alcanzar y bajar la encendida Luna.

      Pronto se vio por todas las plazas y calles que se empezaban a construir los aparatos más increíbles e inverosímiles para lograr el más loco propósito. ¡Tratar de apresar la Luna! ¡Enjaularla! ¡Cogerla con unas lianas!

      Hubo quien hizo la escalera más alta, con diez mil peldaños.

      A la escalera se la veía que crecía y subía y crecía más y subía, caracoleando entre las nubes, sobre los árboles. Con un hombrecito que la escalaba y escalaba; pero que de pronto caía, desde lo más alto, como un mosquito sin alas, hacia el lejano mar.

      Otros alzaron un gran andamio, tiraban jabalinas tratando de arponear la Luna y atraerla, ¡pero, nada! ¡Hasta que andamio y jabalinero caían y se enredaban entre las nubes!

      Y hasta hubo un mago que, teniendo amaestradas a cinco arañitas, les ordenó hacer un puente tejido en finos hilos de plata. Y, en seguida, ordenó a un picaflor para que en su pico llevase ese puente hacia la Luna y pueda ella por ahí resbalar y caer a tierra. El picaflor entonces voló y voló llevando en su pico tan delicado puente de hilos de plata. Pero dicen que se extravió en la noche por un viento de luceros y que tampoco alcanzó la Luna. (¿Por eso sería que en cada noche de estrellas algunos ven a un picaflor llevando en el pico un puente de plata, congelado, como un pajarito arco iris, en alguna constelación?)  

      Pero, ¿y la Luna? Nada. Nadie podía alcanzarla.

      Otros, los poetas, los músicos, los pintores, con cierta astucia la llamaban:

      -¡Luuunaaa! ¡Luuuniiitaaa! Linda, preciosa, ¡baja y ven! Te acariciaremos. Te engreiremos. Te rodearemos de flores. Te brindaremos sacrificios. Te rociaremos con perfumes. ¡Ven...!

      Y otros:

      -¡Lunita, baja aquí, a mis manos! Adornarás el palacio de Kutí, la princesa. ¡Te adorará como a divinidad que eres!

      -¡Luna, y te hará jugar con monitos! ¡Con osos! ¡Con pumas amaestrados y con venaditos!

      Pero la Luna, indiferente, no descendía de su sagrado palacio.

      Por último, otro mago suplicó a un Arco Iris que esplendía ufano y multicolor en el cielo:

      -¡Arco Iris, deja que suba a tu florida cumbre, y que pueda yo bajar la Luna para Kutí, la princesa! Todos elogiarán tus colores bellos y tu delicada nobleza.

      Pero el Arco Iris, al oír esto, se turbó de timidez y en el acto desapareció, avergonzado por tanto halago.     

Los siete sabios volvieron ante el rey Yoveraqué, le traían una nueva propuesta. El rey los escuchó sin mucho interés, siempre molesto y afligido.

El más sabio de los siete sabios, dijo:

-Oh, Señor, le podríamos ofrecer a Kutí, la princesa, diez mil picaflores en una jaula.

-No –dijo el rey-. ¡No quiere eso!

-Le podríamos traer cinco mil vicuñas, de las más finas; tres mil pavos reales, ocho mil papagayos, un millón de mariposas, cien mil monitos de ojos azules… ¡Cien chinos!

-¡No! ¡No! ¡No! –dijo el rey, a punto de llorar-. ¡No quiere eso!

-Mil gallitos de las rocas con las colas hechas cascadas de diamantes y flores. Cincuenta osos de anteojos únicos en el universo. Trescientas mil pavitas de ala blanca...

-No –dijo el rey.

-Podríamos hacerle cien días de fiesta de risa y alegría. Con acróbatas. Con pirománticos. Con cien magos donde rían todos los niños de esta gran nación Vicús.

-No. Tampoco. ¡Jamás! Conozco a Kutí. Es una niña como todas las niñas. Engreída, caprichosa. Quiere la Luna. ¡La Luna! ¡Bájenme la Luna!

El rey Yoveraqué se levantó de su asiento de pieles de vicuña y mantos con pluma de garza rosada; los siete sabios huyeron.

El rey, enfermo de pena, salió al jardín de su palacio. Gritó, de dolor:

-¡Quiero la Luna! ¿Quién puede bajar la Luna para Kutí, mi niña? ¡No quiero que muera! Oh, no, no.

Las ranas, los grillos, las chicharras que cantaban por las orillas de la alberca, entre los bejucos y las flores, callaron de susto. ¡Nunca había oído de un dios y hombre, una súplica tan dolida! Se conmovieron.

El rey se fue a dormir. Asomó la Luna, espléndida, en el centro de un torbellino de estrellas y luceros.

Al rato se escuchó por las orillas de la alberca, de nuevo, el ruido de los grillos y las ranas. Pero, de pronto, entre todas las voces se oyó:

-¡Yo puedo bajar la luna! ¡Yo puedo bajar la luna!

El rey, que no podía dormir, salió corriendo, llamó a sus ministros:

-¿Han oído?

Los ministros creyeron que el rey deliraba. ¡Tanto era su sufrimiento!

-No, mi rey. No hemos oído nada.

-Son las ranas –dijo, afiebrado, el rey-. ¡Hay allí una que dice que puede bajar la Luna!

Los ministros agrandaron los ojos, quedaron perplejos.

-¿Una rana?

-¡Una miserable rana! –rugió el rey, furioso-. ¡Búsquenla! ¡Tráiganla!

-Pero, mi señor, ¿traer una rana? –se asustó un ministro.

-¡Quiero a la rana que dijo que podía bajar la Luna! –remarcó el rey-. No es una rana cualquiera. ¡La quiero aquí, ahora mismo!

Asustados, veloces como abejorros alborotados, los ministros revolaron hacia la alberca, con ropa y todo se hundieron sigilosos en el pantano. Hasta que oyeron:

-¡Yo puedo bajar la Luna! ¡Yo puedo bajar la Luna! –era una rana fea, ¡de las más grandes que se haya visto, porque tenía cuerpo de persona y era jorobadita- ¡Yo puedo! ¡Yo puedo!

Los ministros la atraparon y llevaron ante el rey.

Cogiéndola de la nuca con las puntas de los dedos la arrojaron a los pies del hijo de los dioses, Yoveraqué; éste habló primero:

-¿Es cierto que tú puedes bajar la Luna?

-Depende –dijo el jorobadito con Cara de Rana.

-¿De qué depende? –dijo Yoveraqué.

-De quién quiera la Luna.

-La quiere Kutí, mi hija.

-¿Y sabe usted, oh divino señor, qué piensa su hija Kutí de la Luna?

-Oh, no había reparado en eso.

-Entonces –dijo el hombrecito-. ¿Me permite que yo converse con su hija? ¡Es posible que ella tenga la solución!

-¡Increíble! –dijo el rey-. ¡Cómo eres de inteligente, amigo Jorobadito con Cara de Rana! Tienes razón. Anda, ve y habla con Kutí, la de los dulces ojos de lorito, mi princesa engreída.

El Jorobadito con Cara de Rana se vio con Kutí, la de los dulces ojos de lorito; dijo ella adelantándose:

-¿Me has traído tú, la Luna?

-Si me explicas cómo ves tú a la Luna, podré alcanzártela –le dijo el jorobadito.   

-Oh, pero si es tan           fácil –dijo kutí-. ¿Por qué la gente grande nunca me entiende?

-Yo te entiendo –dijo el Jorobadito con Cara de Rana-. Dime. ¿A qué distancia ves la Luna?

-Oh! -exclamó la princesa-; pero, ¿tú no la ves aquí, tan cerca? Aquí, sobre las ramas altas del lúcumo, ¡ahí sobre sus florecitas!

-¿Tan cerca la ves?

-¡Sí! –dijo la niña.

-Bueno –dijo el Jorobadito-. Voy ahora mismo a alcanzarla. Me subo al árbol, la atrapo con una cadenita de oro, y mañana por la mañana la tendrás en tus manos.

-Oh, qué bueno eres –dijo la princesa.

-Dime algo más –dijo el Jorobadito con Cara de Rana, agrandando los ojos-. Y, ¿qué ves en la cara de la luna? ¿Ves lo que yo veo?

-Ah, ¡veo una manada de venados dorados! –suspiró Kutí-. ¡Y ahí, una madre venado dando de mamar a su crío! Mientras los otros venados, con pajaritos sobre los cuernos, beben agua en un río de diamantes y estrellas de oro fino. Y, también ahí veo, ¡los aretes de la luna!, ¿los ves tú?

-Sí –dijo, feliz, el Jorobadito.

-¡Cuelgan los aretes, en sus orejas, como chispas de luceros! –suspiró Kutí.

-Vuelvo mañana –afirmó el Jorobadito y partió veloz, y corrió hacia el orfebre del palacio. Y dio la orden:

-¡Eh, tú, orfebre! En nombre del rey Yoveraqué, ¡quiero una medalla de oro y plata fina! Yo te indicaré cómo hacerla.

-Bah, batracio asqueroso, ¡vete de aquí! ¡Y no me quites el sueño! –protestó el orfebre.

-¡El rey Yoveraqué te quitará la cabeza si no haces lo que te digo! –dijo el Jorobadito.

El orfebre, aterrado, se puso a trabajar toda la noche con el amigo de Kutí.

Al día siguiente, el Jorobadito subió hacia la torre de la princesa ¡y le mostró un bello medallón! ¡Relucía tal como Kutí había descrito la luna! Con sus venados y los pájaros sobre los cuernos, el venadito mamando de la madre, el río de estrellas de oro y los aretes con florecitas doradas.

-Oh, pero qué bello obsequio –se iluminó el rostro de Kutí, la princesa-. ¡Por fin tengo a la Luna en mis manos! ¡La lograste atrapar! ¡Oh, Jorobadito, eres el más sabio y bueno! Más que todos los ministros de este reino.

El jorobadito, con la Luna forjada en tan precioso medallón, sujeta con una cadenilla de oro la colocó en el cuello de Kutí; y ella le agradeció con un beso en la mejilla y fue la niña más feliz. ¡Por fin tenía a su Luna amada!

Tanto, que sanó de su mal de nostalgia. Y se puso a jugar, correr y saltar por los jardines y puentes colgantes del palacio.

Y Cuando los siete sabios vieron esto, y que el rey Yoveraqué ya reía dichoso, llenos de celo y envidia, fueron a decirle ¡algo que nadie había pensado!

-¿Y cuando vuelva a salir la Luna y, Kutí, tu hija, la vea de nuevo en el cielo? ¿Cuánto será su desencanto? ¡Dirá que la engañaron! ¡Te odiará a ti y a nosotros!

-Oh ¡es verdad! –lamentó el rey, otra vez afligido-. ¡Llamen de nuevo al Jorobadito con Cara de Rana! –ordenó.

Los siete sabios escaparon para no verse comprometidos en tamaño lío, seguros de recuperar el respeto del rey.

-Ay, amigo –casi lloró el rey ante el jorobadito-. ¡Yo también estoy a punto de morir de pena!

Y le contó el problema: “¿Qué dirá la princesa Kutí cuando descubra que la Luna sigue en el cielo? ¿Se molestará por el engaño? ¿Cuánto me odiará?”

-No podría ponerle una venda sobre las pestañas –dijo el rey-. ¡Ni arrancarle los ojos!

-No te preocupes, oh magnífico y divino Yoveraqué –dijo el Jorobadito-. Permite que yo vaya de nuevo donde tu hija y que ella misma resuelva el dilema.

-Oh, tampoco había pesando en eso –suspiró el rey.

-Los niños, a veces, son más sabios que los adultos –dijo el Jorobadito-. Tal vez, para ella, el problema no sea un problema.

El jorobadito fue y habló con la princesa:

-Mira, Kutí, ¡El cielo! ¡Ha vuelto a salir la luna!

-Sí –dijo Kutí, alegre, chispeándole los ojos de lorito-. Ha vuelto, ¡y está más linda que nunca!

-¿Cómo explicas entonces que la Luna haya vuelto a salir en el cielo, si yo ayer te la bajé, y hoy la tienes de medallón en tu pecho? –interrogó el Jorobadito.

-¡Qué tonto eres! –rió la princesa-. La respuesta es fácil. ¿No sabes tú que cuando se me cae un diente, luego me crece otro en el mismo lugar? ¿Las uñas y el cabello no vuelven a crecer cuando se cortan? ¡Así la Luna ha vuelto a renacer en el cielo!

-¡Cierto! ¡Cierto! –aplaudió, feliz, el Jorobadito.

-Los mayores siempre hacen problemas por cosas tan simples –razonó la niña-. Rara vez nos escuchan, y cuando lo hacen: ¡no ponen mucho interés y así muy pocos nos entienden!

-Yo sí te entiendo –dijo el Jorobadito. Y corrió como un mosquito loco de alegría, con la buena noticia al rey.

El rey hizo apalear a los siete sabios. Quiso hacerles cortar la cabeza, pero el Jorobadito rogó que les perdonara, porque ya habían aprendido una lección.

Entonces el rey abrazó al Jorobadito y le rogó:

-Oh, lindo amigo, quédate a vivir aquí. Te daré todas mis joyas. La mitad de mi reino. Sólo que no puedo prometerte en matrimonio a mi hija porque eres una rana del pantano.

-Oh, no. No soy una rana –dijo el Jorobadito con cara de Rana.

-Entonces, ¿quién eres?

-Un hechizo –dijo el Jorobadito-. La maldición de una bruja cruel, enamorada de mí. ¡Al ver que yo no la amaba, me transformó así! ¡Nunca volveré a ser el hombre que fui!

-Yo te ayudaré –dijo el rey, indignado, y ordenó enseguida-: ¡Quiero a todas las hechiceras de Vicús en mi palacio! Que las quemen una por una hasta que confiesen quién te hizo el daño.

Apresaron a todas las brujas. Apenas se supo lo que se proponía el rey, ¡todas las harpías señalaron a la hechicera malvada!

El rey ordenó que transforme al Jorobadito a su imagen natural. Y así se hizo. El Jorobadito había sido un niño campesino de los más pobres.

            El rey, conmovido, dijo:

-Oh, hijo mío, ¡te casarás con Kutí, mi preciosa niña! Dejarás esos harapos y serás un príncipe desde hoy. ¡Es un premio a tu sabiduría!

Kutí y el niño, ahora príncipe, se cogieron de la mano. Y Kutí besó su mejilla.

-Y, ustedes, brujas ¡fuera! -ordenó el rey-. ¡Vuelven, vuelen!

Las brujas se transformaron en mariposas de todos los colores y se fueron.

Años después, Kutí y el joven príncipe, se casaron en el Sagrado Templo de la Luna.

La bruja que había sido mala, a quién se le perdonó la vida, en agradecimiento obsequió a los novios recién casados una alfombra voladora hecha de plumas de colibrí y de mariposas encantadas.


NOTA DEL AUTOR: Este relato lo oí de niño en el barrio de Buenos Aires, Piura, en boca de doña Clarividencia Arica; una anciana que se ganaba la vida, por unos centavos, narrando cuentos. No estoy seguro si soy fiel a su versión, cuarenta y dos años después. Hoy sé, rastreando el origen de este relato, que sus raíces se originan posiblemente entre los pueblos yoruba, bantú o en la nación de los congos, en el África. Y que, en boca de los esclavos, alguna vez arraigó en el corazón de los sensitivos tallanes (no Vícus, quienes desaparecieron como nación 700 años antes de la llegada de los españoles). Sé igualmente que existen otras versiones. Una de ellas, por ejemplo, casi como simple anécdota, corresponde al folclor de Portugal.





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